Homilías en el año litúrgico (BXVI)
“LA SABIDURÍA SE HA ACREDITADO POR SUS HIJOS” (Parte I)
Los
textos de esta liturgia del viernes de la segunda semana de Adviento están
llenos de luz para nuestro camino y nos ayudan a entender mejor los fundamentos
de nuestra vida cristiana.
Me
gustaría comentar la oración inicial. La palabra más importante es “vigilancia”,
que junto a otras es una palabra clave del tiempo de Adviento. Vigilancia,
estar vigilante, ¿qué significa? Quien duerme está encerrado en sí mismo. No
percibe la realidad fuera de sí mismo, y en sus sueños tampoco puede captar la
realidad, sólo sombras de su espíritu, de su subconsciente. Cuando despierta se
libera de la prisión, de los muros de sí mismo y percibe la realidad que lo
rodea. Se abre para ella.
Nuestra
generación está convencida de que está muy “despierta”, más que las
generaciones anteriores, solo porque percibe mucho más del mundo. Nuestra
mirada alcanza distancias mayores, inmensas lejanías tanto local como
temporalmente. Y al mismo tiempo somos capaces de penetrar la materia, hasta
las partículas más pequeñas de las que se compone. El horizonte se ha ampliado
enormemente, tanto como nuestras posibilidades de actuar en este mundo. Y sin
embargo, tenemos que decir que esta generación, en un sentido mucho más
profundo, duerme. Está encerrada en sí misma porque sólo ve lo que hace y puede
hacer, y se queda en la parte externa de la realidad, en las cosas materiales
que se pueden tomar con la mano. Justo por eso estamos cada vez más encerrados
en nosotros mismos y ya no somos capaces de acercarnos a lo infinito, de ver la
luz divina transparentar la materia creada, en nosotros mismos, con el ojo de
nuestro corazón.
Con
su llegada, el Señor nos ofrece despertar, escapar de la prisión de lo
material, abrir el corazón y empezar a ver la realidad más amplia, el espíritu
de Dios en el mundo, la presencia de Dios en Jesucristo, en su Palabra, en sus
sacramentos.
Este
es el primer imperativo que nos obliga a seguir abriendo los ojos de nuestro
corazón y a ayudar a nuestros amigos, al prójimo, para que puedan empezar a ver
la verdadera dimensión y profundidad de la realidad. Ver también significa
salir de sí mismo, y así de la palabra “vigilancia” surge el otro fundamento
del camino en el Adviento: “salir al encuentro del Señor”.
La
fe no es una acumulación de ideas, es una aventura de la vida, un camino, un
ponerse en movimiento hacia el Señor. El camino exterior que recorremos debería
ser al mismo tiempo un camino interior, un salir de sí mismo para ir al
encuentro de Dios, hacia la verdadera realidad, hacia el amor y hacia el
prójimo.
Hay
una tercera palabra que es importante en esta oración: la palabra de Dios,
la luz, la invitación a encender las lámparas de nuestro ser para llegar a
Dios. ¿Qué quiere decir esto? Si nos fijamos en la historia de la Iglesia, en
la historia de los santos, vemos estas “lámparas” ardientes que iluminan el
mundo, que no sólo dan luz en el tiempo del mundo, sino que llegan a ser
ornamento y luz en la fiesta eterna del amor de Dios. Empecemos con los
mártires de los primeros siglos y sigamos hasta los grandes doctores de la
Iglesia, hasta Agustín, Ambrosio, Buenaventura, Tomás: son ellos lámparas que
arden con fuerza, que iluminan y seguirán iluminando el camino de la historia.
Después están san Francisco de Asís, san Carlos Borromeo, santo Domingo, santa
Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Lisieux, hasta
Maximiliano Kolbe, el Padre Pío, Edith Stein, la Madre Teresa, …
De
hecho, en las tinieblas de nuestra historia podemos encontrar lámparas
ardientes que iluminan, que nos muestran que hay luz, que el ser humano no es
un accidente de la creación, sino que puede ser semejante a Dios. Nos
fortalecen en el camino del amor, porque Dios es el amor. Y somos semejantes a
Dios en la medida en que avanzamos por la senda del amor.
(Continúa)
Fuente: Benedicto XVI, El camino de la vida. Homilías en el año litúrgico. Barcelona, 2019
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