SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO Is 40, 1-5.9-11; Mc 1, 1-8
(…)
Precisamente cuando vemos esto, cuando vemos cómo entre los pueblos prósperos
reina el desconsuelo, nos preguntamos: Señor, ¿dónde está tu consuelo? Y quizá
comprendemos aún más que necesitamos a la Iglesia, que posee la potestad de
decir en nombre del Señor las palabras de entonces: ”¡Consolad a mi pueblo!”. Ella
otorga el auténtico consuelo.
La
Iglesia vuelve, en el transcurso de un año, a recorrer toda la historia de la
salvación. Durante semanas se presenta ante nosotros más con el gesto de Oseas
o de Elías, recriminando, sacudiendo, exigiendo, queriendo arrancarnos de
nuestro egoísmo, de nuestra codicia, de nuestra autocomplacencia, como los
profetas hicieron entonces. Pero el Adviento es la hora del Dios que consuela,
bondadoso. Se hace patente que la Iglesia no solo es una institución moral y que
no solo impone exigencias, sino que es el lugar de la gracia, en el que Dios se
dirige a todos como aquel que obsequia y da.
La
pregunta ahora es ¿dónde está este consuelo? ¿Cómo Dios hace esto? ¿Qué es lo
que realmente ha hecho? ¿Qué nos da realmente? Pues bien, el primer nivel
consiste en que, una vez más, somos llamados. Él querría que dejásemos brillar
la luz de la fe que ha puesto en nuestro corazón, dando así calor al mundo. Quiere
consolar por intermedio de nosotros, y nos hace saber que ama de un modo
especial a los desconsolados, que se identifica con ellos y que en ellos nos
espera a nosotros y a nuestra bondad.
Pero
un mundo semejante en el que ya no se necesite ningún consuelo sería un mundo
desconsolado; un mundo en el que el amor ya no sea necesario porque el sistema se
encarga de todo; sería un mundo inhumano. Dios quiere consolar por intermedio
de nosotros.
Siempre
surge la sospecha de que esto sólo es palabrería, un consuelo vacío. Si desde
un punto de vista puramente práctico nos preguntamos ¿qué sucede cuando alguien
consuela a un niño cuya madre ha muerto?, la persona que consuela al niño no
puede deshacer la muerte de la madre; no puede anular el sufrimiento y el amor,
entrar en la soledad del amor devastado, que es la auténtica razón del
sufrimiento. Aunque no puede suprimir lo que ha sucedido, no es un mero
charlatán, sino que, cuando se adentra como amante en la soledad del amor
perdido, se transforma desde dentro, sana lo real. Y está muy claro: cuando
comparte de verdad el sufrimiento y el amor, no dejará que se quede en
palabras. (continúa)
Fuente: Benedicto XVI, El camino de la
vida. Homilías en el año litúrgico. Barcelona, 2019
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