Testigos da fe

Esta é unha pequena biografía do Padre Reino, que con motivo da súa morte editaron os Padres Xesuitas de Santiago.



Publicouse aquí con motivo do seu centenario, para evocar o recordo de un fillo da parroquia de Ortoño, que ca súa vida quixo ser exemplo de seguimento do Evanxelio.



El día 23 de marzo de 1994 falleció el Padre Francisco Reino Salaño, “El Padre Reino”, en la enfermería del noviciado que los jesuitas tienen en Salamanca, a donde había sido trasladado cuando la enfermedad que acabó con su vida se hizo irreversible. Murió tan santamente como había vivido: plácidamente, sin agonía, sin dolor. Simplemente, se fue consumiendo delante del Señor.

A petición de varias personas que le trataron en vida y que tuvieron la fortuna de ser dirigidas por él en el camino de la santidad se publican las siguientes notas que un Padre Jesuita, que coincidió con él en el noviciado y, años más tarde, en la última etapa de vida del Padre Reino, convivió con él durante cerca de veinte años en Santiago, escribió para una publicación interna de los jesuitas, y que puede servir para dar a conocer este hombre santo a un número mayor de personas devotas.

Su vida se puede resumir en cuatro etapas bien diferenciadas: Antes de ingresar en la Compañía, Noviciado en Salamanca, Espiritual en Orense y en Comillas, y Apostolado en Santiago.



I. Antes de ingresar en la Compañía.



Nacido el 10 de octubre de 1911 en la parroquia de Ortoño (Ames), Francisco Reino Salaño ingresó muy joven en el Seminario de Santiago, donde cursó toda la carrera eclesiástica, siendo consagrado sacerdote el 21 de diciembre de 1935. Tras algunos destinos provisionales fue nombrado párroco de Noguerosa, cerca de Puentedeume: una sencilla parroquia, esencialmente rural – y entonces lo era más que ahora – y de labradores, aunque al estar cerca de una villa importante como Puentedeume participaba no poco de su ambiente. Aunque estuvo pocos años de párroco, y era un sacerdote joven, dejó duradera fama de santidad, de modo que las personas ancianas de aquella comarca, que entonces eran niños o jóvenes, aún le recuerdan con veneración. Este recuerdo es tan vivo, que en una iniciativa sin precedentes, los fieles de la parroquia, cuando se enteraron de su muerte, decidieron celebrar por él un funeral. Nunca se había visto algo semejante, pues cuando fallece un sacerdote que haya sido párroco, el funeral siempre es organizado por el sacerdote que ese momento la regenta. Pero en este caso fueron los fieles los que lo organizaron, ya que el sacerdote actual, que es joven, no lo conoció como párroco, aunque sí lo había tenido como espiritual en el Seminario de Santiago.

Uno de los comentarios que el presente cronista ha oído con más frecuencia en Noguerosa y en las parroquias vecinas acerca de aquellos primeros años del apostolado del Padre Reino fue el de su caridad. Según esas noticias, la fama general en toda la comarca era que “Don Francisco”, como ellos lo llamaban siempre, no tenía absolutamente nada en casa, pues todo lo daba a los pobres.

Está vigente también en la memoria de aquella gente la fama de un hecho insólito, con no poco de milagroso, que le sucedió a él siendo párroco: un pobre desgraciado murió blasfemando horriblemente contra la Virgen y en el velatorio de su cadáver ocurrieron cosas absolutamente sobrenaturales; el presente cronista lo oyó repetidas veces a los ancianos de aquella comarca, y aunque las narraciones diferían en detalles, la sustancia de los hechos coincidía; y algo de todo ello debió de haber, pues un día quien esto escribe se decidió a preguntárselo al propio Padre Reino en el comedor, y fue la única vez, en los 18 años largos que convivimos en Santiago, que lo vi alterado, respondiéndome airadamente que “por favor, no le preguntase nada de aquello, pues prefería no hablar de ese asunto”. Se dijo también insistentemente por allí que aquel hecho extraordinario era el que había movido a “Don Francisco” a entrar jesuita, y esto lo oyó quien esto escribe repetidas veces a gentes de aquella comarca.

El Padre Reino recien ordenado en 1935
No puedo asegurar que así haya sido, y más bien se puede pensar que la verdadera causa no fue ésa, sino el deseo sincero de la santidad: él se dirigía espiritualmente con el entonces Padre espiritual del Seminario de Santiago, Padre Luis Herrera, que dejó merecida fama de santidad entre los sacerdotes de Santiago. El hecho es que por entonces él hizo, junto con un nutrido grupo de sacerdotes de varias diócesis de España, unos Ejercicios de mes con el Padre García Nieto, de los que salió su decisión definitiva de entrar en la Compañía.



II. Noviciado en Salamanca



Ingresó en el noviciado la víspera de la Inmaculada de 1943. Los que convivimos con él en el noviciado de Salamanca recordamos dos facetas que se destacaban en el sacerdote novicio: su sencillez, aviniéndose a tratar con toda naturalidad y sin complejo alguno de superioridad con los otros novicios, la mayor parte de los cuales eran, realmente, unos críos de apenas 16 ó 17 años; y luego su profunda espiritualidad, que se reflejaba en los comentarios, verdaderamente edificantes, de gran solidez ascética y espiritual, que aún recordamos después de tantos años y que siguen haciéndonos un bien espiritual considerable, pues, en verdad, en su trato rezumaba santidad, y sólo santidad.

Había un aspecto que nos sorprendía un poco y que sólo muchos años más tarde algunos hemos logrado explicarnos: el poco interés que el Padre Reino – siempre le tratamos así, por el hecho de ser sacerdote, - mostraba entonces por los estudios de Humanidades. Estos estudios eran para nosotros – al menos para la generalidad de los novicios de entonces – algo superior, o al menos así nos parecían, y nos entregábamos a ellos con gran ardor, aunque el tiempo que cada día podíamos dedicar a este estudio no era demasiado, sobre todo en el primer año; pero aun siendo poco lo realizábamos con gran interés y hasta con pasión, y los que nos creíamos un poco más avanzados en ellos hablábamos en latín, no solamente en los tiempos en que así estaba preceptuado, sino incluso en los paseos; y hasta cuado coincidíamos una “terna” apropiada llegamos a hablar en griego; eso sí: ¡sabe Dios qué griego sería aquél…!, pero el ambiente era ése.

Pues bien: el Padre Reino nunca mostró el mínimo entusiasmo por estos estudios. Les dedicaba, sí, el tiempo prescrito, aunque él lo hacía en modo distinto de los demás, por su edad y por ser sacerdote, pero sólo eso.

Pasados los años y habiendo convivido con él con la intimidad que dan tantos años juntos, pude comprender aquella actitud suya de aquellos tiempos lejanos: el Padre Reino nunca fue un intelectual; poseía, es verdad, una memoria privilegiada, que le permitía recordar hechos, fechas y nombres de personas con una fidelidad y precisión que nos sorprendía no poco; pero nunca se le vio un interés personal por cuestiones científicas o de estudios.



III. Espiritual en el Seminario de Orense y en Comillas



Así parece que lo entendieron también los Superiores, pues apenas terminado el noviciado lo destinaron como Padre espiritual del Seminario de Orense. Según los catálogos de los cinco años en que estuvo en la ciudad gallega, su destino era doble: espiritual del Seminario y confesor en nuestra iglesia de Santa Eufemia, la de más culto de la ciudad.

Muy pocos detalles se conocen de su estancia en Orense, que acabó abruptamente por una grave disensión entre el Padre Santiago Serrano, Superior de la Residencia, y el obispo de la diócesis, Mons. Blanco Nájera, que motivó que en un determinado momento el Padre Serrano tuviera que salir de la ciudad y de la diócesis, y que el Padre Provincial decidiera cerrar la Residencia. Nunca fue posible arrancar al Padre Reino detalle alguno de su apostolado en aquellos años o de lo que realmente sucedió para un hecho tan insólito como el que motivó su salida de Orense: a todas las preguntas y alusiones al respecto contestaba con su leve sonrisa característica, pero no decía una palabra.

Para el apostolado del Padre Reino fue providencial la clausura de la Residencia de Orense, pues fue destinado a la Universidad de Comillas como espiritual de filósofos. Entre el tiempo que estuvo en este destino en Comillas y el que estuvo en Madrid, después del traslado de la Universidad, sumaron once años. Once años de trabajo callado, que era el que a él le gustaba, pero sumamente fructífero, formando futuros sacerdotes de toda España. He tenido ocasión de tratar a algunos de esos sacerdotes que fueron a los que él dirigió espiritualmente aquellos años comilleses. La opinión es unánime: que la obra del Padre Reino fue determinante en ellos para su espiritualidad.

Estaba entonces en Comillas, desde hacía años, el otro gran padre espiritual, el Padre Manuel García Nieto. Y es curioso que todos estos sacerdotes confiesan que la obra santificadora del Padre Reino no era inferior a la del Padre Nieto. Ciertamente éste último destacaba más por su vida extraordinaria – casi más “admirable” que “imitable” – de sacrificio ascético, que también inculcaba, con gran eficacia, en los seminaristas; y de hecho todos hablan de él con la máxima admiración – y todos, dicho sea entre paréntesis, siguen con gran interés el proceso de su causa de beatificación - ; pero a continuación hablan con no menor entusiasmo de la obra callada, más humana pero no menos santificadora, del Padre Reino. “Sus puntos de meditación cada noche, me decía uno de ellos no hace mucho, eran oro molido; eran, quizá, lo mejor de lo mejor de la espiritualidad de Comillas”.

Hay una anécdota que el propio Padre Reino nos contó más de una vez en el comedor de Santiago: Eran los tiempos en que la “separación de clases” estaba vigente en todo su rigor, de modo que, por ejemplo, los filósofos y teólogos jesuitas, que vivíamos en el Colegio Máximo, aunque asistíamos a las clases en la Universidad con los seminaristas, no podíamos ir a hablar con ningún Padre de la Universidad, ni siquiera con los propios profesores, sin el permiso del Padre Rector del Máximo, o del Ministro o Vice-Rector. Pues bien: un día fue a ver al Padre Reino el Padre Rector del Máximo para preguntarle si un determinado teólogo jesuita iba a confesarse con él y a tratar con él las cosas de su conciencia. El Padre Reino, según él mismo nos contaba, le respondió estas textuales palabras: “Mire, Padre: Si usted me prohíbe que yo reciba a los filósofos y teólogos del Máximo, no los recibiré; pero pretender que yo le diga si un determinado estudiante jesuita vino o no a verme, es inútil, pues yo jamás revelaré un secreto de esa naturaleza”.

Esta discreción y reserva constituyó, sin duda, junto con una bondad inagotable y una dulzura de carácter excepcional, una de sus cualidades más destacadas; estas tres cualidades formaron también parte importante de su espiritualidad, y de la espiritualidad que procuraba inyectar en los seminaristas.

Fiesta del Santisimo Sacramento de 1968 en Ortoño



IV. Veinte años de apostolado en Santiago



La nueva situación de Comillas en Madrid, con los profundos cambios que supuso para la formación de los seminaristas, y en particular para su espiritualidad, hicieron que la labor del Padre Reino allí no tuviera mucho sentido. Por eso, en 1971, y también con el fin de descargar un poco al Padre Primitivo Rojo de sus muchas ocupaciones en la espiritualidad de la diócesis, fue enviado a Santiago como espiritual del Seminario Mayor y para encargarse de los retiros a sacerdotes.

Comienza así el que debe ser considerado el segundo gran período de la vida apostólica del Padre Reino. También fue el más largo: más de veinte años de actividad netamente espiritual ininterrumpida.

Tres son las facetas principales de este apostolado y de esta actividad: dirección espiritual de los seminaristas, retiros a sacerdotes, y confesión y dirección espiritual de muchas personas devotas, de Santiago y sus alrededores.

Tenía las horas del día minuciosamente distribuidas, con una regularidad que casi no admitía excepción, para abarcar esta triple actividad: Por la mañana, de nueve a once, confesaba en la catedral, y era habitual ver allí, ya antes de la hora de su llegada, largas hileras de personas devotas que esperaban turno para confesarse con él. A las once venía a confesar a nuestra iglesia, hasta que se cerraba, a la una y media. Por la tarde iba al Seminario, del que volvía a las siete para seguir confesando en nuestra iglesia. Los retiros a sacerdotes los distribuía en las varias casas de ejercicios u otras similares que hay en la diócesis: Santiago, Puentedeume, Caldas de Reyes…

Por supuesto, se trataba de un sistema de apostolado individual, del que no queda más noticia que lo externo que percibíamos, del gran número de personas que acudían a él en busca de dirección espiritual, o de algún comentario que se oía a los interesados, consistente, por lo general, en una frase de alabanza encomiástica: “es un santo…” Recibía muchas llamadas telefónicas, de personas que se consultaban casos concretos, que le pedían cita en la sala de visitas, etc. Era frecuente que le llamaran por la noche, después de cenar, pues él se quedaba siempre recogiendo el comedor y preparándolo para el desayuno del día siguiente. Y, de nuevo, hay que insistir en su extremada reserva: jamás nos dijo, no ya cosa alguna de aquellas conversaciones, que a veces eran largar, pero ni siquiera pudimos saber nunca qué clase de personas eran las que le llamaban; por supuesto, pensar en preguntarle algún dato que permitiera identificar a alguna de esas personas que le llamaban, era para nosotros, sencillamente, inconcebible, porque, conociéndole a él, hacerle una pregunta así habría sido casi una ofensa.

Progresivamente fue también asumiendo una nueva forma de este mismo tipo de apostolado: con varias comunidades de religiosas de la diócesis. En algunas les dirigió, durante años, los retiros mensuales; en otros casos eran las visitas periódicas o el trato individual, en el confesionario o en la sala de visitas. Pero siempre su apostolado fue éste: el trato directo, de formación y dirección espiritual.

Y así durante más de veinte años…

Era también, por supuesto, el Padre espiritual de la Residencia, y todos conservamos excelentes recuerdos de su eficaz dirección espiritual. Durante muchos años fue él también el encargado de darnos los puntos de meditación en los retiros mensuales, que teníamos los últimos sábados de cada mes.



El final



El Padre Reino disfrutó siempre de una salud robusta, a la que también ayudó su vida perfectamente regular, así como su carácter tranquilo y bondadoso. Ya queda hecha mención de su memoria prodigiosa. Pero los años comenzaron a hacer mella en él un poco después de que cumpliera los 70 de su edad. Los primeros síntomas le vinieron precisamente en la memoria: comenzó a sentir dificultades para recordar nombres, tanto de personas como de cosas. Los síntomas fueron claros desde el principio: una arteriosclerosis progresiva. Él, con su habitual calma espiritual, reconocía sin dificultad y sin aspavientos aquella limitación que la edad le iba imponiendo; pero intuíamos claramente que en su interior sufría por ello, por la humillación que para él suponía aquella disminución de sus facultades; primero fueron los nombres propios, de personas, luego los nombres abstractos; y así, con una progresión bastante rápida, de pocos años.

Una segunda enfermedad vino a probarlo en los últimos años de su vida: una afección grave en el nervio trigémino, que le causó intensos dolores, que el soportó sin exhalar jamás una queja, lo mismo que problemas en la vista, etc.

Lo grave era la arteriosclerosis, cuyo avance fue cada vez más visible y preocupante: tuvo que dejar la dirección espiritual del Seminario y luego poco a poco las demás actividades. Sufrió un agravamiento fulminante en Santiago, que obligó a hospitalizarle y luego a llevarle a Salamanca, en la que había sido su casa-noviciado y donde había una enfermería bien preparada. Su innato sentido de la discreción y su santidad a toda prueba se pusieron de manifiesto en aquellos meses en que la enfermedad le fue quitando todo tipo de conocimiento. Y hasta las repetidas bromas que unos y otros a veces le gastábamos demostraban la inocencia admirable de su alma; recuerdo una: el enfermero de Salamanca, en una ocasión en que unos Padres de Santiago fuimos allí y le visitamos – pasaba ya los días sentado en su habitación, pues había perdido mucha capacidad de movimiento y no podía sostenerse en pie -, le dijo: “Padre Reino, ¿vamos a dar un paseo…?”; y él respondió, poco menos que mecánicamente: “Sí, vamos”, y así a varias preguntas: …”¿vamos al cine…?”; - “No, al cine no”. Llegó un momento en que no se pudo saber si reconocía o no a los visitantes: cuando aún podía levantarse y caminaba por la enfermería – siempre con su sotana, que nunca abandonó -, si alguien de fuera se acercaba a saludarle – incluso nosotros, los que habíamos convivido muchos años con él en Santiago -, le respondía con gran cortesía y hasta efusión, como si realmente reconociera al que le saludaba, aunque siempre nos quedaba la duda de si nos conocía o recordaba, o no.

Su muerte fue la de los justos: sin dolor, sin estrépito; simplemente su vida se apagó con la misma suavidad con que había vivido.



El hombre de Dios.



Es difícil hacer una semblanza espiritual del Padre Reino que resuma sus virtudes en pocas palabras. La que más sobresalía, ciertamente, y la que era la clave de otras, era su bondad; una bondad que posiblemente tuviera mucho de natural, pero que, sin duda alguna, había sido sublimada por unos criterios sobrenaturales que se habían convertido en él como una segunda naturaleza. Un detalle concreto lo manifestará mejor que muchas explicaciones: en los más de veinte años de su convivencia diaria en Santiago no le oímos una sola frase o expresión mínimamente negativa o crítica de nadie; y eso que no fueron pocas las veces en que le pusimos en la ocasión de hacerlo: imposible; él siempre respondía con alguna consideración positiva; a veces no era mucha la defensa que conseguía del personaje de quien se hablase, como cuando comentaba, y era con frecuencia, respecto de algún eclesiástico: “Pues en el Seminario era un verdadero ángel de Dios”; a veces se limitaba a sonreír sin decir nada; pero jamás ni una sola crítica o nada que se le pareciese.

Esta bondad la derramaba también hacia todos los que se le acercaban –todos los que nos acercábamos- a él para cosas del espíritu. Siempre veía las cosas desde el ángulo que le permitiese disculpar las faltas; nunca decía una palabra que pudiera parecer reproche. Su actitud, incluso ante hechos difícilmente disculpables, fue siempre por el lado más positivo. Nunca se le vio enfadado o que tuviese una reacción, no ya airada, pero ni siquiera mínimamente descompuesta, ante cualquier situación, personal o de otro tipo.

Todo ello, sin embargo, dentro de la más absoluta sencillez, sin pretender, en modo alguno, nada que se le pareciese a señalarse en cosa alguna. Ni siquiera, aunque ello pueda parecer paradójico, en los ejercicios piadosos, que siempre fueron de lo más normal. Y esta sencillez, esta “normalidad” en su vida, era otra característica suya, que también aplicaba a la dirección espiritual. Quizá por esto mismo era tan requerido por toda clase de personas devotas: porque su espiritualidad era de lo más natural y menos llamativo que pudiera desearse, dentro, claro está, de la más estricta fidelidad a los principios y normas más tradicionales en la ascética cristiana y religiosa.

Vivió siempre bastante despreocupado de las cosas del mundo. Prácticamente no leía el periódico. Desde luego, los últimos años no, porque no se lo permitían los problemas que tuvo con la vista, que acabaron impidiéndole incluso rezar el breviario; pero ni antes tampoco; a lo más un vistazo por encima a la primera página. Jamás quiso ver la televisión. No sé si alguna vez en que se transmitía alguna ceremonia papal la habrá visto; fuera de eso, jamás: huía firmemente de cualquier ocasión que le acercase a cosas mundanas, como era la televisión.

Fue sumamente amante de la pobreza: vivía con lo estrictamente necesario y fue siempre fidelísimo en entregar al Padre ministro o al administrador cualquier cantidad de dinero que recibiese por sus ministerios. Solamente usaba para sus limosnas las que recibía directamente con este fin de alguna persona piadosa.