Mirad, hijos míos, el tesoro de un cristiano no está en este mundo, sino
en el cielo. Así pues, nuestro pensamiento tiene que encaminarse haca donde
está nuestro tesoro. La persona humana tiene una tarea muy bella, la de orar y
la de amar. Vosotros oráis, vosotros amáis: he aquí la felicidad de la persona en
este mundo. La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Cuando el corazón
es puro y está unido a Dios, uno percibe en su interior un bálsamo, una dulzura
que embriaga, una luz que deslumbra. En esta íntima unión, Dios y el alma son
como dos trozos de cirio fundidos en uno: ya no se pueden separar.
¡Qué hermosa es esta unión de Dios con su pequeña criatura! Es una felicidad
que sobrepasa toda comprensión. Merecíamos no saber orar, pero Dios, en su bondad,
nos permite hablar con Él. Nuestra oración es incienso que Él recibe con
infinita benevolencia. Hijos míos, tenéis un corazón pequeño, pero la oración
lo ensancha y lo capacita para amar a Dios. La oración es una pregustación del
cielo, un derivado del paraíso. Nunca nos deja sin dulzura. Es como la miel que
desciende al alma y lo suaviza todo. Las penas se deshacen en la oración bien
hecha como la nieve bajo el sol.
SAN JUAN MARÍA VIANNEY
Conocido
como el Santo Cura de Ars, en el año 2010 Benedicto XVI lo nombró patrono de
los sacerdotes (1786 – 1859)
Fuente: Magnificat, mayo 2023