6. El acto
conyugal
*La unidad, de la que
habla el Génesis 2, 24 («y vendrán a ser los dos una sola carne»), es sin duda
la que se expresa y se realiza en el acto conyugal. La formulación bíblica,
extremadamente concisa y simple, señala al sexo, feminidad y masculinidad, como
esa característica del hombre -varón y mujer- que les permite, cuando se
convierten en «una sola carne», someter al mismo tiempo toda su humanidad a la
bendición de la fecundidad. Sin embargo, el contexto de la formulación no nos
permite detenernos en la superficie de la sexualidad humana, no nos consiente
tratar del cuerpo y del sexo fuera de la dimensión plena del hombre y de la
«comunión de las personas», sino que nos obliga a entrever desde el «principio»
la plenitud y la profundidad propias de esta unidad, que varón y mujer deben
constituir a la luz de la revelación del cuerpo.*
El sexo, que es
«constitutivo de la persona» demuestra lo profundamente que el hombre, está
constituido por el cuerpo como «el» o «ella». El varón y la mujer, uniéndose
entre sí (en el acto conyugal) tan íntimamente que se convierten en «una sola
carne», descubren de nuevo, por decirlo así, el misterio de la creación («carne
de mi carne y hueso de mis huesos»), retornan así a esa unión que les permite
reconocerse recíprocamente. *El hecho de que se conviertan en «una sola carne»
es un vínculo potente establecido por el Creador*. Pero el sexo es algo más que
la fuerza misteriosa de la corporeidad humana, que obra casi en virtud del
instinto. A nivel del hombre, el sexo expresa una superación siempre nueva del
límite de la soledad inherente a la constitución de su cuerpo, esta superación
lleva siempre consigo una cierta asunción de la soledad del cuerpo del segundo
«yo» como propia.
Esta unidad, a través
de la cual se convierten en «una sola carne», tiene desde el principio un
carácter de unión que se deriva de una elección. Efectivamente, leemos: «El
hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer». Si el hombre
pertenece «por naturaleza» al padre y a la madre, en virtud de la generación,
en cambio «se une» a la mujer (o la mujer al marido) por elección. El texto del
Génesis 2, 24 define este carácter del vínculo conyugal y lo hace en la
perspectiva de todo el futuro del hombre. Por esto, Cristo, en su tiempo, se remitirá
a ese texto, de actualidad también en su época.
*El cuerpo que, a
través de la propia masculinidad o feminidad, ayuda a los dos desde el
principio («una ayuda semejante a él») a encontrarse en comunión de personas,
se convierte, de modo especial, en el elemento que constituye su unión cuando,
por elección recíproca, se hacen marido y mujer. La unión conyugal presupone
una conciencia madura del cuerpo y del significado de ese cuerpo en el donarse
recíprocamente*. En cada una de estas uniones se renueva, en cierto modo, el
misterio de la creación en toda su profundidad originaria y fuerza vital.
«Tomada del hombre» como «carne de su carne», la mujer se convierte a
continuación, como «esposa» y a través de su maternidad, en madre de los
vivientes (Gen 3, 20). *La procreación se arraiga en la creación, y cada vez,
en cierto sentido, reproduce su misterio*.
El análisis hecho
hasta ahora, demuestra cómo «desde el principio» esa unidad originaria del
hombre y de la mujer, inherente al misterio de la creación, se da también como
un compromiso de todos los tiempos.
Fuente: Tomado de
Teología del Cuerpo de Juan Pablo II
*Reflexión*: ¿Qué significa «no tratar el cuerpo y el sexo fuera de la
dimensión plena del hombre y de la comunión de las personas»?