(…) Quien ha sido inmovilizado
en pies y manos me abraza, a mí y a todos los hombres, con nuestras heridas y
nuestros pecados, y lo hace con tal fuerza que todo su cuerpo queda marcado por
el mal del mundo, cumpliéndose lo anunciado por Isaías: “Lo vimos sin
aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, con un hombre de
dolores, acostumbrado al sufrimiento, ante el cual se ocultaban el rostro,
despreciado y desestimado”.
Sin embargo, allí se manifiesta
también el más bello de los hombres. Quisimos reducirlo a la impotencia y nos
respondió con el exceso de su amor. (…) Es preciso reconocerse en la cruz. Allí
está Jesús que se ha ofrecido por mí. Me descubro como culpable y como
redimido; como pecador y como hijo amado. Por eso, contemplando la cruz, nos
podemos comprender a nosotros mismos si reconocemos allí el amor infinito de
Dios por nosotros.
Al adorar la cruz queremos
también acoger la vida nueva que Jesús nos da. Cristo fue a la muerte por nosotros
y sus heridas nos han curado (cf. 1 Pe 2,24). También de su corazón traspasado
manó sangre y agua, signo de la gracia que se nos comunica en los sacramentos y
del don del Espíritu Santo. Por su muerte nos ha venido la vida. Por ello, al
mirar la cruz encontramos en ella la escuela en la que queremos formar nuestra
vida llevando al mundo el amor que recibimos de Jesús y que nos ha hecho nacer
de nuevo.
Aunque somos atraídos por
el amor de Jesús, no nos es fácil la perseverancia. Pero, en aquella hora
suprema, el Señor nos dejó también a María como Madre. Permanecemos con ella
junto a la cruz par que nos enseñe a mirar, para que nos ayude a comprender. Con
ella, nos acercamos a adorar la cruz, sin la cual ya no podemos entendernos y queremos
que permanezca siempre ante nosotros para no olvidar nunca el amor que Dios nos
tiene, para querer amar como Jesús nos ha amado.
David Amado Fernández
Fuente:
Magnificat, Semana Santa 2022. Número especial 17
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