La Transfiguración de Jesús. Carl Bloch. Fuente: Wikipedia
“Señor, qué hermoso es estar aquí”.
Qué hermoso es estar cerca de Dios, qué
hermoso es contemplar a Jesús en la oración. Qué hermoso es el bien espiritual.
Cuántas veces nos sentimos como Pedro, sentimos que el alma se nos llena de
gozo, que estamos disfrutando realmente de Dios, de un momento de intimidad con
Él que no lo cambiaríamos por nada del mundo.
Cuántas veces habremos vivido alguna
situación así. Esa sensación de paz, alegría y bienestar espiritual que sentimos
después de comulgar, o de rezar, o sencillamente de contemplar la Creación que
nos habla de Dios.
No es mérito nuestro. Ese disfrute del
bien espiritual viene de arriba. Es un don de Dios que, porque quiere, hace con
nosotros lo que hizo con Pedro, Santiago y Juan: “... y los llevó aparte, a una
montaña alta”.
Sólo elevados a una montaña alta podemos
disfrutar del paisaje. Sólo elevados por Dios podemos disfrutar de los bienes
espirituales. Sólo si Dios nos lo permite, podemos tener intimidad con Él. Por
eso dice el Papa Juan Pablo II que él reza “... como le permite el Espíritu
Santo”. Somos elevados, llevados ... “se nos permite” disfrutar de Dios.
Y en esos momentos en los que
disfrutamos de la presencia y el amor divino, nos parece que no hay nada en el
mundo comparable con eso y estamos firmemente decididos a no hacer nada por
perderlo. Queremos fabricar una choza y quedarnos allí. No nos queremos mover
de la presencia de Dios, no nos interesa nada más en este mundo...
... ¿O sí?
Mejor no confiemos en nosotros mismos. Con
la misma facilidad con la que nos hemos llenado de gozo y certeza de que no hay
otro bien en nuestra vida más preciado que Dios, con esa misma facilidad, lo
perdemos. No hemos terminado de bajar de la montaña y ya tenemos nuestro
corazón buscando otros consuelos. Ese corazón humano que, aun sabiendo que no
hay felicidad más grande que Dios, se deja arrastrar por la sensualidad, la
vanidad, la concupiscencia, el consuelo fácil.
Este Evangelio nos ofrece una enseñanza
clave. Ese gozo de la presencia de Dios es el Cielo. Y no es para aquí ni para
ahora. Por eso Jesús no permite que Pedro construya la choza y se instale. Para
aquí, lo que tenemos, es la lucha. Una lucha que Dios, a veces en su
misericordia, sabe endulzar con una subida a la montaña. Pero es una subida
corta, como para tomar aire. Después hay que volver abajo, a la realidad. Y nuestra
realidad, aquí y ahora, es luchar.
Para descansar en la presencia de Dios tenemos
toda la eternidad. Ahí sí se nos va a permitir construir chozas y quedarnos
para siempre.
Si hemos luchado.
Cristina
González Alba. Orar
con el Rosario. Bilbao, 2005.
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