2 Sam 5,1-3; Col 1,
12-20; Lc 23, 35-43
Hay personas que sólo se acogen
a Dios en la cruz del dolor o al final de sus días: sólo entonces valoran su
poder y acuden a su misericordia. ¡Qué bueno que a Dios no le importa esperar y nos
ama igual, sea que nos acerquemos a Él por amor o conveniencia!
No esperemos el dolor;
aprovechemos cada día para sentir el amor de Dios y disfrutar de verdad, lo que
somos y tenemos.
Fuente: maletií antiguo cuero. catawiki
Un párroco estaba dando un recorrido
por su iglesia al mediodía, reflexionando si debía dejar la iglesia abierta a
esas horas pues él pensaba que nunca había nadie.
En ese momento se abrió la puerta y
entró un hombre. El sacerdote frunció el entrecejo al ver al hombre acercarse
al altar por el pasillo; el hombre estaba sin afeitarse desde hacía varios
días, vestía un pantalón rasgado y un abrigo gastado cuyos bordes se habían
comenzado a deshilachar y cargaba una sospechosa maletita.
El hombre miró al sacerdote, se
arrodilló, inclino la cabeza sólo unos momentos, luego se levantó y se fue.
Durante los siguientes días el mismo
hombre, siempre al mediodía, entraba en la iglesia cargando la maletita, se
arrodillaba muy brevemente y luego volvía a salir.
El sacerdote, un poco temeroso,
empezó a sospechar que se trataba de un ladrón que esperaba una distracción para
llevarse algo en su maletita, por lo que al día siguiente se puso en la puerta de
la Iglesia y cuando el hombre iba a entrar, le preguntó:
- - ¿Qué buscas
aquí?
El hombre le dijo que trabajaba cerca
pero que tenía solo media hora libre para comer todos los días, y queriendo
aprovecharla para pasar un momentito por la iglesia a rezar, comía en el camino
lo que traía en su maletita.
- - Por eso sólo me
quedo unos instantes, sabe, porque tengo que volver a la fábrica. Así que me
arrodillo y digo: “Señor, sólo vine nuevamente para contarte lo feliz que soy
por saber que siempre me perdonas mis pecados… No sé rezar muy bien, pero sabes
que pienso en Ti todos los días… Jesús, soy Juan presentándome”.
El sacerdote, sintiéndose avergonzado
de haber desconfiado de él, animó a Juan a seguir viniendo, que era bienvenido
en la iglesia cuando quisiera.
Ese día, cuando Juan salió, el
sacerdote se arrodilló humildemente ante el altar, sintió derretirse su corazón
con el gran calor del amor de Dios y con lágrimas en los ojos repitió la
plegaria de Juan:
- - Solo quiero
decirte, Señor, cuán feliz estoy. Gracias por ayudarme a encontrarte a través
de mis semejantes y comprender que siempre perdonas mis pecados … No sé muy
bien cómo rezar, pero quiero pensar en Ti todos los días… Así que Jesús, aquí
estoy presentándome.
Pasado algún tiempo, un día el
sacerdote notó que el viejo Juan no había venido a la iglesia para rezar. Y los
siguientes días tampoco apareció, por lo que el párroco comenzó a preguntarse
qué le habría pasado.
Decidió ir a la fábrica cercana a preguntar
por él. Allí le dijeron que Juan estaba muy enfermo en el hospital y que los médicos
estaban muy preocupados por su estado.
El sacerdote fue al hospital y se
enteró que, desde que Juan estaba ahí, había contagiado a muchos con su alegría
y su paz. Las enfermeras no podían entender por qué Juan estaba tan feliz, ya
que nunca había recibido ni flores, ni tarjetas, ni visitas.
Mientras el sacerdote se acercaba al
lecho de Juan, una de ellas le dijo:
- - Antes de usted,
nadie ha venido a visitarlo.
El viejo Juan intervino y, con una
sonrisa, dijo:
- - La enfermera
está equivocada, padre, pero no de mala fe; es que ella no sabe que, desde que
llegué aquí, todos los días a mediodía, un querido amigo viene, se sienta
conmigo en la cama, se inclina sobre mí y me dice: “Hola Juan, sólo vine para
decirte lo feliz que soy desde que encontré tu amistad y me dejaste liberarte
de tus pecados. Siempre me gustó oír tus plegarias, pienso en ti cada día…
Juan, soy Jesús, presentándome”.
Fuente: “Los cuentos de mis homilías”, Alejandro
Illescas Molina. EDIBESA
Fuente: “Los cuentos de mis homilías”, Alejandro
Illescas Molina. EDIBESA
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