Hace unos días me ha escrito Manel (pongamos que se llama así) un largo wasap para decirme que ha estado un poco desvinculado de la fe pero que si le puedo recomendar alguna lectura sencilla y sólida a la vez para estos días del nuevo año en el que se ha propuesto volver...
Le he pedido dos días para pensarlo. Considerando su edad, su situación y sus ganas me animé a recomendarle este documento del Papa sobre la santidad. Tal vez si caemos en la cuenta de la aventura tan grande a la que estamos llamados nuestra vida sea de otro color. Dejo aquí el enlace al texto. Y debajo una reseña hecha por un gran sacerdote y periodista sobre este texto. Creo que hace bien; no solo a Manel.
La santidad echa el ancla entre ollas y estufas. Con Gaudete et Exsultate, del Papa Francisco, todos estamos llamados a cocinar extraordinariamente bien nuestro huevo frito, que se convierte así en verdadera metáfora de la santidad.
Con Gaudete et Exsultate, la Iglesia del hospital de campaña se convierte en la cocina de MasterChef. Todos estamos llamados a ser cocineros de cinco estrellas. Todos estamos llamados a cocinar extraordinariamente bien nuestro huevo en su punto, el más difícil de los platos fáciles, el que revela si realmente tiene madera de chef o simplemente es un aficionado.
El huevo frito es la verdadera metáfora de la santidad. “Una mujer va al mercado a hacer la compra, se encuentra con una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: ‘No, no hablaré mal de nadie’. Este es un paso hacia la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar sobre sus fantasías y, aunque esté cansada, se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica” (Gaudete et Exsultate, n. 16).
Lo habían dicho muchos santos, lo había proclamado un concilio, ahora Francisco le pone el sello definitivo: la santidad sale de la sacristía y echa el ancla entre ollas y estufas. La santidad, como cocinar bien, es una experiencia simple y profunda, en la que las cosas pequeñas se tratan con cuidado, no por dinero, sino por amor. Hubo un tiempo en el que los eruditos eran los filósofos, hoy son los cocineros: por eso vemos numerosos personajes de televisión que ya no están detrás de los escritorios, sino en la cocina.
Hace tiempo, uno de ellos, no recuerdo quién, dijo en la televisión que aquellos que cocinan bien devuelven a la gente el tiempo perdido, el que se ha desperdiciado durante el día. Muy distinto de Marcel Proust. Quien cocina no hace nada por sí mismo: necesita la tienda, a quien cultiva, al que elabora la receta, a quien prepara la mesa y luego sirve.
Como Jesús testimonia al Padre al hacer todo lo que el Padre quiere, así también el cocinero crea un plato que da testimonio del trabajo de muchos. El santo sabe que no es bueno él, sino que es testigo de la bondad de Dios en su vida. Y es algo que hace con las manos, con los ojos y con la boca. Con la boca, sí, hecha para “ad-orar” a Dios. Lo que quiere decir “llevar a Dios en la boca”.
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