Había sido un invierno muy frío. Una de las mañanas más
heladoras de aquel crudo invierno, Clara vio como su anciano padre se preparaba
para salir. Mientras se ponía lentamente el abrigo, Clara trató de detenerle
muy preocupada: “Pero, papá, con este frío no se te ocurrirá salir. No lo
hagas, por favor”. El anciano continuó poniéndose el abrigo con calma y, sin
alterar el semblante, le dijo con sencillez: “Hija, necesito la Misa”. Aquel
viejecito, quizá sin saberlo había dado la misma respuesta de los mártires de
Abitene.
Se puede resumir todo el sentido de la vida de un cristiano
en una sola palabra. Más aún, en un pronombre. De dos letras: “tú”. Al final de
cualquier relación entre dos personas, e incluso de la relación con multitudes,
todo el misterio que ha traído la fe consiste en descubrir al tú que uno tiene
a lado (el prójimo del que hablan los mandamientos). Y este tú, al final de
descubrimiento, se revela como el mismo Jesús, el Hijo de Dios, Dios mismo entre
nosotros que se nos ocultaba a la vista precisamente con su apariencia de
prójimo: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Si nos paramos a pesar por qué tienen tanto interés y tanto
éxito las historias de amor, no tardaremos en llegar a saber que ese amor, aparentemente
tan igual, con sus estereotipos y lugares comunes, es irrepetible en cada
persona y, por ende, en cada historia de amor es insustituible. Encontrar a Cristo
es un proceso muy similar al de la búsqueda amorosa. Al fin y al cabo no
tenemos más que un corazón y ese corazón está hecho para amar. Se pueden amar
muchas cosas, pero lo que de verdad es objeto de amor son las personas.
Había un sacerdote, buen cura, atento pastor de su
feligresía, que era un apasionado del fútbol. Más aún, seguidor acérrimo del Betis,
de dejaba de hablar de ese equipo con razón o sin ella. Exultaba de felicidad
cuando ganaba y se desplamaba las veces -frecuentes- que perdía. Dejaba de
comer, se volvía huraño y, en ocasiones, mordaz. Como hablaba del Betis con
ocasión y sin ella, un día su buena madre, una señora con menos cultura que su
hijo pero con un gran sentido común, le comentó mientras cenaban:
Debe estarte
muy agradecido ese señor al que tanto quieres, hijo.
¿Qué señor,
madre?
Pues ese, al
que llamas Betis.
Pero, madre, el
Betis no es un señor. ¡Es un equipo de fútbol!
La madre
suspiró con un aire entre resignado y triste, mientras comentaba:
¡Cuánto amor
desperdiciado!
Amar es
necesario. Pero es necesario amar bien y amar a quien merece ser amado. San Agustín,
describiendo sus primeros escarceos con los amores juveniles, dejó escrito en
sus confesiones que al inicio de su adolescencia “aún no amaba, pero buscaba
amar y buscaba a quién amar” (Confesiones III, 1).
Buscar,
encontrar a Cristo resucitado y amarle es el fin de toda la vida cristiana. El camino
que se transita con la fe tiene un premio que es el mismo Cristo. Cuando yo era
pequeño tuve una tata que a veces me cantaba: “¿Qué quieres que te traiga, que
voy a Madrid? ¿Qué quieres que te traiga, que voy a Madrid?”. Era extraño,
pensaba yo, porque ya estábamos en Madrid. Pero resulta que era una copla que le
decía un chico a su novia. “¿Qué quieres que te traiga, que voy a Madrid?”. Y
la novia, que se ve que era muy lista, le respondía: “No quiero que me traigas,
no quiero que me traigas, que me lleves, sí”.
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