miércoles, 29 de abril de 2020

Encontrar a Jesús resucitado


Había sido un invierno muy frío. Una de las mañanas más heladoras de aquel crudo invierno, Clara vio como su anciano padre se preparaba para salir. Mientras se ponía lentamente el abrigo, Clara trató de detenerle muy preocupada: “Pero, papá, con este frío no se te ocurrirá salir. No lo hagas, por favor”. El anciano continuó poniéndose el abrigo con calma y, sin alterar el semblante, le dijo con sencillez: “Hija, necesito la Misa”. Aquel viejecito, quizá sin saberlo había dado la misma respuesta de los mártires de Abitene.

Se puede resumir todo el sentido de la vida de un cristiano en una sola palabra. Más aún, en un pronombre. De dos letras: “tú”. Al final de cualquier relación entre dos personas, e incluso de la relación con multitudes, todo el misterio que ha traído la fe consiste en descubrir al tú que uno tiene a lado (el prójimo del que hablan los mandamientos). Y este tú, al final de descubrimiento, se revela como el mismo Jesús, el Hijo de Dios, Dios mismo entre nosotros que se nos ocultaba a la vista precisamente con su apariencia de prójimo: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Si nos paramos a pesar por qué tienen tanto interés y tanto éxito las historias de amor, no tardaremos en llegar a saber que ese amor, aparentemente tan igual, con sus estereotipos y lugares comunes, es irrepetible en cada persona y, por ende, en cada historia de amor es insustituible. Encontrar a Cristo es un proceso muy similar al de la búsqueda amorosa. Al fin y al cabo no tenemos más que un corazón y ese corazón está hecho para amar. Se pueden amar muchas cosas, pero lo que de verdad es objeto de amor son las personas.

Había un sacerdote, buen cura, atento pastor de su feligresía, que era un apasionado del fútbol. Más aún, seguidor acérrimo del Betis, de dejaba de hablar de ese equipo con razón o sin ella. Exultaba de felicidad cuando ganaba y se desplamaba las veces -frecuentes- que perdía. Dejaba de comer, se volvía huraño y, en ocasiones, mordaz. Como hablaba del Betis con ocasión y sin ella, un día su buena madre, una señora con menos cultura que su hijo pero con un gran sentido común, le comentó mientras cenaban:

         Debe estarte muy agradecido ese señor al que tanto quieres, hijo.

         ¿Qué señor, madre?

         Pues ese, al que llamas Betis.

         Pero, madre, el Betis no es un señor. ¡Es un equipo de fútbol!

         La madre suspiró con un aire entre resignado y triste, mientras comentaba:

         ¡Cuánto amor desperdiciado!

         Amar es necesario. Pero es necesario amar bien y amar a quien merece ser amado. San Agustín, describiendo sus primeros escarceos con los amores juveniles, dejó escrito en sus confesiones que al inicio de su adolescencia “aún no amaba, pero buscaba amar y buscaba a quién amar” (Confesiones III, 1).

         Buscar, encontrar a Cristo resucitado y amarle es el fin de toda la vida cristiana. El camino que se transita con la fe tiene un premio que es el mismo Cristo. Cuando yo era pequeño tuve una tata que a veces me cantaba: “¿Qué quieres que te traiga, que voy a Madrid? ¿Qué quieres que te traiga, que voy a Madrid?”. Era extraño, pensaba yo, porque ya estábamos en Madrid. Pero resulta que era una copla que le decía un chico a su novia. “¿Qué quieres que te traiga, que voy a Madrid?”. Y la novia, que se ve que era muy lista, le respondía: “No quiero que me traigas, no quiero que me traigas, que me lleves, sí”.

 Javier Láinez

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