Se decían los impíos, razonando equivocadamente: “Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida; presume de conocer a Dios y se llama a sí mismo hijo de Dios. Es un reproche contra nuestros criterios, su sola presencia nos resulta insoportable. Lleva una vida distinta de todos los demás y va por caminos diferentes. Nos considera moneda falsa y nos esquiva como a impuros. Proclama dichoso el destino de los justos, y presume de tener por padre a Dios. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos. Lo someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su resistencia. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará”. Así discurren, pero se equivocan, pues los ciega su maldad. Desconocen los misterios de Dios, no esperan el premio de la santidad, ni creen en la recompensa de una vida intachable.
Este texto del libro de la Sabiduría, escrito en el primer siglo antes de Cristo, cuadra a la perfección al Justo por excelencia; por eso muchos santos Padres consideraron este pasaje como profético.
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