un médico vino entre nosotros para devolvernos la salud: nuestro Señor Jesucristo. Encontró ceguera en nuestro corazón, prometió la luz que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. La humildad de Jesucristo es el remedio a tu orgullo. No te burles de quien te dará la curación; sé humilde, tú por el que Dios se hizo humilde. En efecto, Él sabía que el remedio de la humildad te curaría, conoce bien tu enfermedad y sabe cómo curarla. Cuando no podías correr a casa del médico, el médico en persona vino a tu casa. Viene, quiere socorrerte, sabe lo que necesitas.
Dios vino con humildad para que el hombre pueda justamente imitarle;
si permaneciera por encima de ti, ¿cómo habrías podido imitarlo? Y, sin
imitarlo, ¿cómo podrías ser curado? Vino con humildad, porque conocía la
naturaleza de la medicina que debía administrarte: un poco amarga, ciertamente,
pero saludable. Nuestro médico no temió perder su vida en manos de los enfermos
heridos de locura: hizo de su propia muerte un remedio para ellos. En efecto,
murió y resucitó.
SAN AGUSTÍN
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