Acabamos de
vivir la semana grande de los cristianos. En ella hemos podido ver grandes
expresiones de religiosidad popular; fe, arte y belleza que conectan con el ser
de nuestra gente y la cultura de nuestros pueblos. ¿Cómo podríamos entender el
ser y la cultura de este país si no valoramos, en su justa medida, estas
expresiones populares?
Sin embargo,
surge de inmediato una cuestión fundamental: ¿Estas manifestaciones son signo
externo de la vivencia interior de la fe en los misterios representados? Ahí es
donde se sitúa el tema de la aceptación o no de la persona de Jesús como
respuesta radical a las preguntas de toda persona ante el sentido de la vida y
de la muerte.
Los creyentes
en Cristo, aquí hoy, como desde hace dos mil años, estamos celebrando que
creemos haber encontrado una respuesta a esas preguntas que en algún momento
nos atenazan; una respuesta que se nos ha dado gratuitamente y que no nace de
nuestros deseos. No explicamos nuestra existencia desde el mito de Sísifo, sino
desde la verdad del logos-Cristo. Una respuesta que no pretende darnos un fácil
consuelo, sino implicarnos en una difícil tarea. Una propuesta a la altura de
la dignidad del ser humano. Tal oferta está en Jesús muerto y resucitado, en el
Jesús real que vivió en este mundo haciendo el bien, al que mataron por decir
la verdad, y que mantuvo hasta la muerte su adhesión a un Dios padre bueno que
nos da la felicidad verdadera.
Muchos hombres
y mujeres de nuestro tiempo encuentran dificultades para creer esto, y
realmente creer en la Resurrección es difícil, ya que no hay ninguna evidencia
física de ello. Parece imposible, pero podemos asomarnos dentro. Porque el
camino de la fe, la posibilidad de llegar a creer en la Resurrección, procede
de un ámbito más profundo.
Para creer en
la Resurrección hay que amar y haber experimentado que cuando uno ama de veras,
cuando ama gratuitamente sin esperar nada a cambio, dándose por entero,
muriendo al propio egoísmo, entonces la vida surge a nuestro alrededor como un
gran manantial. La gran paradoja de la vida es que no se consigue reteniéndola,
sino dándola a manos llenas, haciendo que otros vivan gracias a nuestra entrega
generosa. Y ahí, cuando uno lo ha dado todo, cuando no queda más que un grito
que se eleva al cielo es cuando, sobre el desierto de nuestro corazón, cae como
lluvia generosa la esperanza y la fe en la resurrección.
Segundo L. Pérez López*,
en El Correo Gallego.
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