«Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,6s).
Comencemos nuestro comentario por las últimas palabras de esta frase: no había sitio para ellos en la posada. La reflexión creyente sobre estas palabras ha encontrado en esta indicación un paralelismo interior con las palabras, llenas de profundidad,  del prólogo de Juan: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» ( Jn 1,11). Para el Salvador del mundo, para aquel en vista del cual todo fue creado (cf. Col 1,16), no hay lugar. «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). El que fue crucificado fuera de la ciudad (cf. Heb 13,12) vino al mundo también fuera de la ciudad.
Esto quiere hacernos reflexionar, quiere señalarnos la inversión de los valores que reside en la figura de Jesucristo,  en su mensaje.
Desde el nacimiento, él no pertenece al ámbito de lo que es importante y poderoso en el mundo. Y, sin embargo, justamente este que carece de importancia y de poder demuestra ser el verdaderamente poderoso, aquel de quien, en última instancia, depende todo. Así, hacerse cristiano implica salir de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, a fin de encontrar el acceso hacia la luz de la verdad de nuestro ser y de llegar con ella al recto camino.
María envolvió al niño en pañales. Sin sentimentalismo alguno podemos imaginarnos con cuánto amor esperó María su hora y preparó el nacimiento de su hijo. La tradición de los iconos interpretó también teológicamente el pesebre y los pañales partiendo de la teología de los Padres. El niño, rígido en su envoltura de pañales, aparece como una referencia anticipada a la hora de su muerte: desde el comienzo, él es el Ofrendado, como veremos todavía con más detalle al reflexionar sobre la frase acerca del primogénito.  De ese modo, se daba al pesebre la forma de una especie de altar.
Agustín interpretó el significado del pesebre con un pensamiento que parece primero casi inconveniente, pero que, considerado más atentamente, contiene una profunda verdad. El pesebre es el lugar en que los animales encuentran su alimento. Ahora bien, en el pesebre yace aquel que se ha designado a sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, como el verdadero alimento que necesita el hombre para su existencia humana. Es el alimento que regala al hombre la vida verdadera, la vida eterna. El pesebre se convierte así en referencia a la mesa de Dios a la que está invitado el hombre para recibir el pan de Dios. En la pobreza del nacimiento de Jesús se perfila el gran marco en el que se realiza misteriosamente la salvación del hombre.

Como hemos dicho, el pesebre hace referencia a animales, para los cuales es el lugar en que se alimentan. En el Evangelio no se habla de animales. Pero la meditación creyente, en su lectura conjunta del Antiguo y del Nuevo Testamento, llenó ya muy temprano este vacío remitiendo a Is 1,3: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende».
Peter Stuhlmacher hace referencia a que, probablemente, ha ejercido su influjo aquí también la versión griega de Hab 3,2: «En medio de dos seres vivientes se te conocerá. […]. Cuando haya llegado el tiempo, te manifestarás» 5. Al parecer, con los dos seres vivientes se están designando los dos querubines que, según Éx 25,18-20, señalan y ocultan, sobre la tapa del arca de la alianza, la misteriosa presencia de Dios. Así, el pesebre se convertiría de alguna manera en arca de la alianza en la cual Dios está misteriosamente  cobijado entre los hombres y frente a la cual ha llegado para «el buey y el asno», para la humanidad formada por judíos y paganos, la hora del conocimiento de Dios.
En la curiosa asociación de Is 1,3, Hab 3,2, Éx 25,18-20 y el pesebre aparecen ahora los dos animales como representación de la humanidad carente de entendimiento que, frente al niño, frente a la humilde aparición de Dios en el establo, alcanza el conocimiento y, en la pobreza de ese nacimiento, recibe la epifanía que ahora enseña a todos a ver. La iconografía cristiana recogió ya tempranamente este motivo. Ninguna representación del pesebre renunciará al buey y al asno.