Hoy hace un año que tuve el privilegio de asistir en Roma a la Beatificación de Juan Pablo II. Son muchos los recuerdos y las cosas que podríamos comentar; únicamente quiero -ahora- recordar las palabras de Benedicto XVI durante la homilía. Son las palabras de uno de sus más inmediatos colaboradores y testigos de su quehacer cotidiano en la Barca de Pedro.
Me permito resumirlas y marcar algunas frases como principales. Me disculparéis que con tal motivo ponga aquí un ladrillo de los que casi todos escapamos. La ocasión lo merece...
Karol Wojtyla con 9 años. |
Queridos hermanos y hermanas:
Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales
del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande
todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo
entero (...). Ya en aquel día percibíamos
el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su
veneración hacia él. (...) Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así
lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.
(...)
Hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria
de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración,
nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. (...)
Escudo de Juan Pablo II. |
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la
plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan
Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos (...). Todos los miembros del Pueblo de Dios –obispos, sacerdotes,
diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en camino hacia la
patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo
singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła,
primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en
el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del
Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen
y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta
visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que
después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en
el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono
que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en
el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro,
una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a
la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol
Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum
et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria
-Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame
tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n.
266).
Mosaico de la Virgen que mandó poner él en la plaza de San Pedro. |
El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de
1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de
Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá
en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una
vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con
respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el
Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún
las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del
siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento
conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran
patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte,
doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta
grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es
esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne
en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más
todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién
elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a
Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo
con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que
podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor
apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación
polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse
cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra:
ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad.
Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque
Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera encíclica e
hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyla, recién ordenado sacerdote |
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión
sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el
hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es
el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio
Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II
condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias
precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través
del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al cristianismo una
renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a
la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza
que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la
reivindicó legítimamente para el cristianismo, restituyéndole la fisonomía
auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de
«adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo,
plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal
que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo
II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982,
cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su
profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El
ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en
el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su
ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue
despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una
«roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión
con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje
aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo.
Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo:
ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Iglesia.
¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que
continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio
nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre:
bendícenos. Amén.
La noche del 1 de mayo de 2011 pude pasar ante sus restos mortales expuestos a la veneración pública de los fieles en la basílica de San Pedro. |