
Pero también me siento perplejo por el ahínco de algunos en zarandear a dentelladas al Papa, en demoler la credibilidad -más allá de lo que lo hacen los propios hechos- de una institución que ha ayudado como ninguna otra a promover la dignidad humana y construir espacios de fraternidad y solidaridad. Es verdad que la Iglesia no siempre ha acertado, que ha pecado (ya San Ambrosio se refería a ella como una casta prostituta...), pero en su haber aún sobresalen los méritos. Por la maldad de una minoría de abusadores y defraudadores no podemos olvidar ni minusvalorar las vidas de millones de sacerdotes, religiosos y religiosas entregados (ayer, hoy y siempre) a la causa del hombre -que es la causa de Dios- en tantos y tantos lugares del mundo, muchos de ellos totalmente dejados de la mano de sus propios Gobiernos. Conozco personalmente a cientos de ellos, hombres y mujeres buenos, que solo quieren sembrar en medio del mundo el espíritu de las bienaventuranzas. Este domingo, en misa, me conmovió descubrir cómo en medio de tanto ruido la confianza de la gente en Dios sale indemne de esta refriega. Y es que ya San Pablo lo dejó escrito: “Llevamos ese tesoro en vasijas de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios”.
Publicado en: “La Voz de Galicia” el 3 de abril de 2010. Reproducción con permiso del autor.
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