“La
verdadera formación litúrgica no puede consistir en el aprendizaje y ensayo de
las actividades exteriores, sino en el acercamiento a la “actio” esencial que
constituye la liturgia, en el acercamiento al poder transformador de Dios que,
a través del acontecimiento litúrgico, quiere transformarnos a nosotros mismos
y al mundo. Claro que, en este sentido, la formación litúrgica actual de los
sacerdotes y de los laicos tiene un déficit que causa tristeza. Queda mucho por
hacer.”
BENEDICTO
XVI
Para
la Iglesia, la liturgia es el culto
oficial y público que se tributa a Dios, según definió Pío XII. La renovación
litúrgica producida en los últimos años culminó en el Vaticano II con la
Constitución sobre la Sagrada Liturgia “Sacrosantum Concilium” (SC), promulgada
por Pablo VI justo cuatrocientos años después de la clausura del Concilio de
Trento (4 de diciembre de 1963), devolviéndose a la liturgia su sentido de
celebración del misterio pascual. Para la Iglesia posterior al Vaticano II, la
liturgia es “el ejercicio del sacerdocio de Cristo” (SC 7). Se llaman
litúrgicas aquellas celebraciones que la Iglesia considera como suyas, están
contenidas en sus libros oficiales y se realizan por la comunidad y los
ministros señalados para cada caso, como la Eucaristía, los sacramentos en general,
la Liturgia de las Horas y los sacramentales.
Posteriormente
a la SC han ido publicándose otros documentos que aclaran aspectos y la
desarrollan, así como advierten de abusos y prácticas no aconsejables. Nos
referimos a la Revisión 2000 de la Institutio Generalis Missalis Romanis
y a la Instrucción de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de
los Sacramentos, titulada Redemptionis Sacramentum (RS).
En
definitiva, la liturgia de la cual forma parte el culto no es más que la
historia de los acontecimientos salvíficos y el ejercicio del sacerdocio de
Cristo. En ningún caso debe considerarse la liturgia ni como la parte externa y
sensible del culto divino ni como un conjunto de leyes y preceptos que
reglamentan los ritos sagrados.
La
liturgia, que emplea un lenguaje simbólico, se vale de fórmulas litúrgicas
(lecturas bíblicas, salmos, letanías, cánticos, doxologías, himnos, colectas,
etc.), de materias litúrgicas (pan, vino, agua, sal, aceite, ceniza, fuego,
cera, ramos de flores, incienso) y de actitudes y gestos (postraciones,
genuflexiones, imposición de manos, señal de la cruz, elevación de manos,
etc.). Así mismo, existen libros litúrgicos, hoy compendiados en el Misal
Romano, Leccionario, Libro de la Sede, Libro de Preces y otros.
Solamente
son actos litúrgicos las
celebraciones que expresan el misterio de Cristo y la naturaleza sacramental de
la Iglesia; todo lo demás son actos de piedad.
Desde
que, en 1570, Pío V impuso la unificación de los libros litúrgicos, en todo
Occidente sólo subsisten algunos casos muy contados de liturgias locales: la
mozárabe de Toledo (también llamado rito hispano, propio de España y restaurado
por el Cardenal Cisneros); la ambrosiana de Milán y la lionesa de Lyón. Tras el
Vaticano II, la Iglesia quiere de nuevo “conservar y fomentar, con igual honor,
otros ritos legítimos” (SC 4) rompiendo la hegemonía de siglos de la liturgia
romana sobre las locales. Los ejemplos actuales más espectaculares de liturgias
no-romanas nos llevan a pueblos africanos.
También
la liturgia integra dos facetas que se complementan: la anámesis (memorial de lo sucedido) y la mímesis (la imitación de lo acontecido). Nace
así la ritualidad que imita lo que la palabra recuerda (caso de la procesión
del Domingo de Ramos y de toda la religiosidad popular). En definitiva, la
conocida frase “aquello que la Palabra lleva al oído, la imagen lleva a la
vista”. De igual manera, lo que oramos es lo que creemos (la lex orandi es
la expresión de la lex credendi), según un axioma ya clásico. El memorial que la liturgia realiza no es mero recuerdo
de lo sucedido, sino una presencia real que se repite.
Fuente: Curso de Liturgia. (Cf)
Pedro Sergio Antonio Donoso Beant
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