A esta hora, antes
del atardecer, en este cementerio nos recogemos y pensamos en nuestro futuro,
pensamos en todos aquellos que se han ido, que nos han precedido en la vida y
están en el Señor. Es muy bella la
visión del Cielo: el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la
ternura, el amor pleno. Nos espera todo esto. Quienes nos precedieron y están
muertos en el Señor están allí. Ellos proclaman que fueron salvados no por
sus obras —también hicieron obras buenas— sino que fueron salvados por el
Señor: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del
Cordero» (Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él quien al final
de nuestra vida nos lleva de la mano como un papá, precisamente a ese Cielo
donde están nuestros antepasados. Uno de los ancianos hace una pregunta:
«Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han
venido?» (v. 13). ¿Quiénes son estos justos, estos santos que están en el
Cielo? La respuesta: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han
lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero». En el Cielo podemos
entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre de Cristo.
Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las
puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros
que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron
lavados por la sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de
la sangre de Cristo. Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con
el Señor, Él no decepciona jamás. (extracto de la homilía del Papa Francisco
el 1 de noviembre de 2013 en su visita a un cementerio de Roma). |
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