RESUMEN DE LA CATEQUESIS DEL PAPA 7 DE FEBRERO DE 2018
Continuamos con las catequesis del Papa Francisco
sobre la santa misa. Habíamos llegado a las lecturas.
El diálogo entre Dios
y su pueblo alcanza el culmen en la proclamación del Evangelio durante la Misa. Lo precede el canto del Aleluya —o,
en cuaresma, otra aclamación. Siempre en el centro está Jesucristo, siempre.
Por eso, la
misma liturgia distingue el Evangelio de las otras lecturas y lo rodea de
particular honor y veneración. De hecho, su lectura está reservada al
ministro ordenado, que termina besando el libro; se escucha de pie y se hace el
signo de la cruz en la frente, sobre la boca y sobre el pecho. Nos levantamos
para escuchar el Evangelio: es Cristo quien nos habla, allí. Y por esto
nosotros estamos atentos.
Por tanto, en la misa no leemos el Evangelio para
saber cómo fueron las cosas, sino para tomar conciencia de lo que Jesús hizo y
dijo una vez; y esa Palabra está viva y
llega a mi corazón.
Para hacer llegar su mensaje, Cristo se sirve también
de la palabra del sacerdote que, después del Evangelio, da la homilía. Esta no es ni una conferencia, ni una clase,
la homilía es otra cosa. ¿Qué es la homilía? Es «retomar ese diálogo que ya
está entablado entre el Señor y su pueblo», para que encuentre realización en
la vida.
Quien da la homilía
debe cumplir bien su ministerio —aquel que predica—, ofreciendo un servicio a los que están en misa, pero también cuantos la escuchan deben
hacer su parte. Sobre todo prestando la debida atención, asumiendo las
justas disposiciones interiores, sin pretextos subjetivos, sabiendo que todo
predicador tiene méritos y límites. Si a veces hay motivos para aburrirse por
la homilía, otras veces sin embargo el obstáculo es el prejuicio. Y quien hace
la homilía debe ser consciente de que está dando voz a Jesús. Y la homilía debe estar bien preparada.
¿Cómo se prepara? Con la oración, con el estudio de la Palabra de Dios y
haciendo una síntesis clara y breve, no
debe durar más de 10 minutos, por favor. Concluyendo podemos decir que en
la Liturgia de la Palabra, a través del Evangelio y la homilía, Dios dialoga con su pueblo, el cual lo
escucha con atención y veneración y, al mismo tiempo, lo reconoce presente
y operante.
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