Es más, Dios
ha revelado que su amor hacia el hombre, hacia cada uno de nosotros, es sin
medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos
muestra en el modo más luminoso hasta qué punto llega este amor, hasta el don
de sí mismo, hasta el sacrificio total. Con el misterio de la muerte y
resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad para
volver a llevarla a Él, para elevarla a su alteza. La fe es creer en este
amor de Dios que no decae frente a la maldad del hombre, frente al mal y la
muerte, sino que es capaz de transformar toda forma de esclavitud, donando
la posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios,
que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no
sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es confiarme a Dios con la
actitud del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos sus
problemas están asegurados en el «tú» de la madre. Y esta posibilidad de salvación
a través de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres. (Benedicto
XVI. Audiencia general. 24 de octubre de 2012)
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