Atravesamos Jerusalén al atardecer después de una jornada larga y penosa. Hacia el este, los sillares del Templo, recios como los de una fortaleza, resplandecían iluminados por el sol. Aún no habían terminado los trabajos de reconstrucción ordenados por Herodes, pero ya había miles de peregrinos venidos de todos los lugares del mundo para adorar a Dios y gozar con la hermosura de su Templo.
―Podríamos acercarnos… ―insinuó María a su esposo―.
José hizo un signo negativo con la cabeza y le hizo notar que tenían el tiempo justo para entrar en Belén antes de que oscureciera.
―Volveremos cuando nazca el niño. Ahora tú eres mi único templo.
En Belén las casitas se apiñaban alrededor de una colina, abrazadas a las rocas como niños asustados. Enseguida comprobamos que la llegada de visitantes con ocasión del censo había convertido la pequeña ciudad de David en un hormiguero de gentes que iban y venían en busca de alojamiento.
No es cierto que nos cerrasen todas las puertas. Un buen judío siempre encuentra la forma de acoger en su casa a quien se lo pida en nombre de Yahvé, y no le negará un trozo de pan ni un rincón donde guarecerse. Pero José necesitaba un lugar retirado donde María tuviese intimidad para dar a luz al Hijo de Dios. El establo de la posada fue una buena solución.
Los ángeles quisimos limpiar cada rincón de la gruta antes de que llegaran, pero el Señor nos lo impidió:
―Nadie se dará cuenta ―le habíamos dicho―. María y su esposo lo encontrarán todo dispuesto como si hubiesen sido los pastores.
Fue inútil. El bueno de José acomodó a María en un rincón, agarró el escobón y se dispuso a barrer el estiércol sin permitir que la Señora le echase una mano. El aroma de flores que llenó la gruta fue cosa del Señor, que quiso dar así la bienvenida a su Hija predilecta.
Cuando José logró encender el fuego, María cerró los ojos y, al fin, pudo dormir. Aún faltaban tres días para la Navidad. Los ángeles debíamos ensayar el primer villancico.
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