El compromiso cristiano, o el compromiso temporal del cristiano, ha sido un tema copiosamente tratado por los teólogos, sobre todo a partir de la celebración del Concilio Vaticano II (1962-1965). Ha sido siempre un argumento unánime el exhortar al cristiano para que se comprometiera en lo temporal. A mediados del siglo XX, después de muchos años en que el mundo era percibido como temible y pecador, se exhortaba y se exaltaba a las presencias mundanas.
El compromiso temporal que se le pide al cristiano es que se dé cuenta de que, como todos las demás personas humanas, él también está metido en la tarea difícil y creadora de la construcción del mundo. No hay ninguna voz que en el Evangelio nos pida que prescindamos de las cuestiones temporales, tanto las económicas, las culturales, como las sociales y las políticas.
Dicho compromiso debe ser temporal y total, sin que por ello perdamos la condición de creyentes. Nos pide simplemente no instalarnos en nuestra fe como en una torre de marfil. No hay contradicción ni competencia entre la ciudadanía del cielo y de la tierra; ni ésta sólo tiene sentido en función de aquella, ni el cielo nos debe hacer olvidar la tierra. El creyente sincero sabe que todo es para la adoración y que no es ningún pecado amar apasionadamente este mundo.
Lino Vilas Barbeito, en
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