miércoles, 29 de febrero de 2012

Via Crucis: 12ª estación


Duodécima Estación

El des­cen­di­miento de la cruz

«Pilatos mandó que se lo en­tre­garan» (Mt 27, 57).
«José, to­mando el cuerpo de Jesús, lo en­volvió en una sá­bana limpia» (Mt 27, 59).
Cristo ha muerto y hay que ba­jarlo de la cruz. Acerquémonos a la Virgen y com­par­tamos su dolor. ¡Qué pa­saría por su mente! «¿Quién me lo ba­jará? ¿Dónde lo co­lo­caré?» Y re­pe­tiría de nuevo como en Nazaret: «¡Hágase!» Pero ahora está más unida a la en­trega in­con­di­cional de su Hijo: «Todo está con­su­mado». Entonces apa­re­cieron José de Arimatea y Nicodemo, que, aunque per­te­ne­cientes al Sanedrín, no ha­bían te­nido parte en la muerte del Señor. Son ellos quienes piden a Pilatos el cuerpo del Maestro para co­lo­carlo en un se­pulcro nuevo, de su pro­piedad, que es­taba cerca del Calvario.
Cristo ha fra­ca­sado, ha­ciendo suyos todos los fra­casos de la Humanidad. El Hijo del hombre ha sido eli­mi­nado y ha com­par­tido la suerte de los que, por dis­tintas ra­zones, han sido con­si­de­rados la es­coria de la Humanidad, porque no saben, no pueden, no valen. Son, entre otros, las víc­timas del sida, que, con las llagas de su cruz, es­peran que al­guien se ocupe de ellos.

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