APRENDER A REZAR
Agustín ilustró de forma muy bella la relación
íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San
Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para
una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por él. Pero su corazón es
demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser
ensanchado. “Dios, retardando (su don), ensancha el deseo; con el deseo,
ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz (de su don)”…”Imagínate que
Dios quiere llenarte de miel (símbolo de la ternura y la bondad de Dios); si
estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel?” El vaso, -es decir, el corazón-,
tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su
sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la
capacitación para lo que estamos destinados. Aunque Agustín habla directamente
sólo de la receptividad para con Dios, se ve claramente que con este esfuerzo
por liberarse del vinagre y de su sabor, el hombre no sólo se hace libre para
Dios, sino que se abre también a los demás…
Rezar
no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia
felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que
nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los
demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué
es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios.
Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede
pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña
esperanza equivocada que lo aleja de Dios. Ha de purificar sus deseos y sus
esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas
con que se engaña a sí mismo: Dios las escruta, y la confrontación con
Dios obliga al hombre a reconocerlas también.
Benedicto XVI. Encíclica
Spe Salvi nº 33.
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