Varios de los lectores de este blog me han pedido que
vaya comentado lo que me parezca reseñable del Papa Francisco. Hoy me he
encontrado este artículo en internet y la verdad es que no tiene
desperdicio. El autor, Jorge Rouillón, es columnista y está especializado
en cuestiones religiosas y culturales; en él narra sus recuerdos personales del
Papa argentino cuando era el arzobispo Jorge Mario, cardenal Bergoglio. Aquí
va el artículo que os animo a leer pese a su extensión:
Una vez le pedí
al cardenal Jorge Bergoglio si podía rezar porque en esos días me darían el
resultado de un estudio médico de próstata y había posibilidad de que fuera
algo maligno. El resultado fue bueno y me olvidé del asunto. Dos o tres meses
después, me crucé con el arzobispo de Buenos Aires. Al verme me preguntó:
“¿Tengo que seguir rezando?” Tuve que pensar qué era lo que me estaba
preguntando. Se ve que él seguía teniendo presente en su oración personal lo
que para mí mismo había pasado a segundo plano.
Son muchísimas
las personas que pueden dar cuenta del interés, la escucha, la atención
personal, la cercanía que les ha brindado ese cardenal sencillo, habituado a
andar en subte o en ómnibus, a levantarse al alba y acostarse temprano, a
visitar a enfermos y necesitados sin hacerse notar, a encontrarse con vecinos
de villas de emergencia sin salir en los medios de comunicación. Ese cardenal
que ahora se ha visto llamado desde “los confines de la tierra” para ser obispo
de Roma y así cabeza visible de la Iglesia Católica en todo el mundo.
Soy periodista
y durante años he tenido a mi cargo una columna semanal de actualidad religiosa
en La Nación, diario de circulación nacional. Nunca he tenido con él una larga
entrevista personal, porque nunca las ha dado (sólo recuerdo una nota con
preguntas y respuestas concedida a chicos periodistas de una revista católica
juvenil, y una reunión de prensa con unos quince corresponsales extranjeros en
2001, de la que no participé).
Me parece que
sólo estuve en su despacho y sus habitaciones el día en que lo nombraron
cardenal, en que recibió la noticia con toda sencillez, en soledad, luego de
haberse preparado su propia comida. Pero son muchas las veces en que he
coincidido a la entrada o la salida de actos, en visitas a hospitales, hogares
o iglesias, en recepciones o encuentros. En verdad, no es afecto a las
reuniones sociales y si tiene obligación de asistir y le es posible se va
pronto, pero es atento, cordial, dispuesto a escuchar. Lo he visto servir
empanaditas, café o un refresco a su interlocutor (algunas veces, yo mismo). Y
he advertido siempre un trato afable, fresco, sin vueltas.
Recuerdo un día
en que se celebraba el Día del Periodista en un salón del arzobispado de Buenos
Aires. Quizá haya habido bastante más de un centenar de colegas. El director de
un diario que podría considerarse bastante alejado de su pensamiento y del cual
ha recibido no pocos cuestionamientos, avisó que se había retrasado y llegaría
tarde. Contrariando su costumbre de retirarse temprano de cualquier reunión,
Bergoglio se quedó sentado esperándolo mucho.
Quizá bastante
más de una hora después de que casi todos se habían ido. Cuando llegó lo
atendió con toda deferencia, sirviéndole algún bocadito y manteniendo una
conversación cordial, preguntándole por su familia, interesándose por sus
hijos. Ambos charlaron amablemente. Y el cardenal nos agradeció a los tres o
cuatro periodistas que nos habíamos quedado allí hasta que llegó ese colega,
compartiendo la espera y el recibimiento.
Ciertamente lo vi
muchas veces, como otros periodistas, en breves conferencias de prensa al
concluir asambleas de obispos del país o en actos oficiales, universidades,
congresos académicos. Lo he visto lavar los pies a madres embarazadas en una
maternidad pública, enfermos en un hogar de ancianos, chicos en un hospital de
niños.
Viene a mi
memoria un sucedido de 1999. Hacía apenas un año que era arzobispo de Buenos
Aires.
La puerta
descascarada de la cárcel de Villa Devoto se abrió y un sacerdote de clergyman
negro salió solo, con su portafolio, a la calle oscura. Era casi de noche, un
Jueves Santo, e iba a tomar un ómnibus, el 109, para volver a su casa, en el
centro de Buenos Aires. Salía de la cárcel donde había celebrado la misa para
los internos y lavado los pies a doce de ellos. Había estado dos horas y media
allí, conversando con los detenidos antes y después del oficio religioso.
En la vereda de
esa calle desolada, al lado del enorme paredón de la cárcel, pude dialogar
brevemente con él. “Quería que sintieran que la feligresía de Buenos Aires y
Jesús estaban con ellos”, comentó el sacerdote. Era el arzobispo de Buenos
Aires, Jorge Mario Bergoglio, por entonces monseñor, dos años antes de ser
hecho cardenal.
Cuando se iba,
lo invité a volverse al centro en el auto del diario en el que yo había ido con
un chofer. Agradeció pero dijo que se volvía en el ómnibus que pasaba por la
esquina. Tuve que insistirle varias veces, diciéndole que íbamos para el mismo
lado, hasta que finalmente aceptó subir.
Antes, en la
vereda, deslizó en tono calmo, casi en voz baja: “Jesús en el Evangelio nos
dice que en el día del Juicio vamos a tener que rendir cuentas de nuestro
comportamiento: tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber;
estuve enfermo y me visitaste; estuve en la cárcel y me viniste a ver”. Y
señaló que “el mandato de Jesús nos obliga a todos y de una manera especial, al
obispo, que es el padre de todos”.
“Algunos podrán
decir: son culpables -agregó Bergoglio-. Yo les respondo con la palabra de
Jesús: el que no es culpable, que tire la primera piedra. Que cada uno de
nosotros nos miremos en el corazón y descubramos nuestras culpas. Entonces, el
corazón se nos hace más humano”.
No hablamos
demasiado en el viaje de vuelta con ese arzobispo poco dado a las entrevistas.
Cosas normales, del momento. Al volver, pasamos cerca de un gran shopping e
hizo un comentario al pasar sobre “los nuevos templos del consumismo”.
No quiso que
nos desviáramos unas pocas cuadras para dejarlo en la puerta de su casa. Se
bajó en la calle peatonal Florida y se perdió entre la gente. Prefería ir
caminando varias cuadras hasta la Curia aprovechando para meditar la tercera
parte de los quince misterios del Rosario que reza todos los días. Luego iba a
recorrer solo, a la noche, siete iglesias para adorar a Jesús Sacramentado, una
costumbre que muchos católicos viven en la noche del Jueves Santo. Como
cualquier otro fiel, el arzobispo iba a recorrer las iglesias sin que nadie lo
esperara especialmente.
Al bajarse del
auto me dijo: “Usted logró lo que no logró ningún periodista: tenerme apresado
durante 40 minutos. Generalmente, yo les escapo”. Seguramente no imaginaba
entonces que unos años después iba a mantener una reunión, franca y amable, con
unos 6.000 periodistas en Roma, a los que hablaría con soltura poco antes de
otra Semana Santa.
Aquella noche,
al despedirse, nos deseó, al cronista y al chofer: “¡Felices Pascuas!”.
Por Jorge
Rouillon – Abogado y licenciado en periodismo – Preside el Club Gente de Prensa.
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