Detesto o Halloween e toda a parafernalia que o
acompaña, -me ha escrito Alba- (pongamos que se llama así) y
cuenta que buscando razones, opiniones e informaciones afines encontró el texto
que sigue de D. Julián, nuestro arzobispo. Lo he vuelo a leer y le agradezco
sus palabras que comparto con vosotros el día de Todos los Santos.
Una de las
fiestas más hermosas en el calendario litúrgico de la Iglesia es la Fiesta de
Todos los Santos, pudiendo manifestar: “Creo en la comunión de los santos”. En
esta fecha hemos de sentirnos cercanos a
todos los santos que antes de nosotros han creído lo que nosotros creemos,
han esperado lo que nosotros esperamos y han sufrido lo que nosotros sufrimos.
No nos une ya a ellos la fe y la esperanza, nos une la caridad como amor a Dios y a los hombres. Ellos han estado en la misma órbita de nuestros cansados itinerarios de la vida de cada día, dedicándose a las mismas ocupaciones ordinarias y teniendo sobre sus cabezas no aureolas sino nuestros mismos problemas, dificultades y preocupaciones. La santidad es un “negocio” que nos toca de cerca, es un compromiso asumido en el bautismo. Leon Bloy afirmaba que “existe una sola tristeza en el mundo, la de no ser santos”. Y a nosotros que normalmente estamos desprovistos de ese capital espiritual que es la alegría, nos molesta una afirmación como ésta.
La fiesta de Todos los Santos afronta el riesgo de verse diluida por el Halloween, palabra que significa “víspera de todos los santos”. Esta tiene su origen en la tradición celta, que con la expansión del cristianismo en Europa, adquirió un sentido religioso. Como sabemos entre los celtas habitaban los druidas, sacerdotes paganos adoradores de los árboles, especialmente del roble. Ellos creían en la inmortalidad del alma, la cual decían, se reencarnaba en otro individuo al abandonar el cuerpo, volviendo cada 31 de octubre a su antiguo hogar a pedir comida a sus moradores quienes se veían obligados a proveer esta demanda.
Es conocido que el año céltico concluía en esa fecha coincidente con la estación otoñal, caracterizada entre otros aspectos por la caída de las hojas de los árboles. Para los celtas significaba el fin de la muerte o el comienzo de una nueva vida. Esta enseñanza se propagó a través de los años junto con la adoración a su dios, el “señor de la muerte” o “Samagin”, a quien en este mismo día invocaban para consultarle sobre el futuro, la salud, la prosperidad y la muerte.
En la
cristianización del pueblo celta pervivieron algunas reminiscencias de
costumbres paganas, al coincidir cronológicamente la fiesta pagana con la
cristiana de Todos los Santos y de los difuntos. La memoria de los santos y la
oración por los difuntos se vieron entreveradas por el miedo ante las antiguas
supersticiones sobre la muerte.
La fiesta de Halloween, ya parte del folclore popular, ha ido añadiendo elementos paganos, como las brujas, fantasmas, vampiros, calabazas, momias y monstruos de toda especie, para causar susto y terror, perdiendo el sentido espiritual primigenio y ahogando la alegría cristiana en el pánico a la muerte tal vez para que nos olvidemos de vivir.
En la solemnidad de Todos los Santos y en la celebración de los Difuntos la Iglesia invita a tomar conciencia de nuestra vocación a la santidad, a percibir “las brisas de los cementerios” como decía Theillard de Chardin, a recordar a los familiares difuntos y a rezar por ellos. Y en los hogares es una oportunidad para hablar del don de la vida y del verdadero sentido de la muerte.
+ Julián Barrio
Barrio
Arzobispo de Santiago de Compostela
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