viernes, 9 de diciembre de 2022

¡CONSOLAD, CONSOLAD A MI PUEBLO! (Parte II)

SEGUNDA SEMANA DE ADVIENTO   Is 40, 1-5.9-11; Mc 1, 1-8

(…) Precisamente cuando vemos esto, cuando vemos cómo entre los pueblos prósperos reina el desconsuelo, nos preguntamos: Señor, ¿dónde está tu consuelo? Y quizá comprendemos aún más que necesitamos a la Iglesia, que posee la potestad de decir en nombre del Señor las palabras de entonces: ”¡Consolad a mi pueblo!”. Ella otorga el auténtico consuelo.  

La Iglesia vuelve, en el transcurso de un año, a recorrer toda la historia de la salvación. Durante semanas se presenta ante nosotros más con el gesto de Oseas o de Elías, recriminando, sacudiendo, exigiendo, queriendo arrancarnos de nuestro egoísmo, de nuestra codicia, de nuestra autocomplacencia, como los profetas hicieron entonces. Pero el Adviento es la hora del Dios que consuela, bondadoso. Se hace patente que la Iglesia no solo es una institución moral y que no solo impone exigencias, sino que es el lugar de la gracia, en el que Dios se dirige a todos como aquel que obsequia y da.

La pregunta ahora es ¿dónde está este consuelo? ¿Cómo Dios hace esto? ¿Qué es lo que realmente ha hecho? ¿Qué nos da realmente? Pues bien, el primer nivel consiste en que, una vez más, somos llamados. Él querría que dejásemos brillar la luz de la fe que ha puesto en nuestro corazón, dando así calor al mundo. Quiere consolar por intermedio de nosotros, y nos hace saber que ama de un modo especial a los desconsolados, que se identifica con ellos y que en ellos nos espera a nosotros y a nuestra bondad.

Fuente: Dreamstime

El nombre del Espíritu Santo significa “el que consuela”. Dios nos acerca más al Espíritu Santo en la medida en que seamos personas que dan consuelo, personas con una bondad consoladora. Esto también significa que no debemos ser como aquellos a los que el pequeño consuelo del día a día les resulta demasiado poco y que dicen: “No, este sistema debe cambiarse. Necesitamos un mundo en el que ya no sea necesario ningún consuelo”, o como enfatizó Bertolt Brecht: “Queremos un mundo en el que no necesitemos más amor”.

Pero un mundo semejante en el que ya no se necesite ningún consuelo sería un mundo desconsolado; un mundo en el que el amor ya no sea necesario porque el sistema se encarga de todo; sería un mundo inhumano. Dios quiere consolar por intermedio de nosotros.

Siempre surge la sospecha de que esto sólo es palabrería, un consuelo vacío. Si desde un punto de vista puramente práctico nos preguntamos ¿qué sucede cuando alguien consuela a un niño cuya madre ha muerto?, la persona que consuela al niño no puede deshacer la muerte de la madre; no puede anular el sufrimiento y el amor, entrar en la soledad del amor devastado, que es la auténtica razón del sufrimiento. Aunque no puede suprimir lo que ha sucedido, no es un mero charlatán, sino que, cuando se adentra como amante en la soledad del amor perdido, se transforma desde dentro, sana lo real. Y está muy claro: cuando comparte de verdad el sufrimiento y el amor, no dejará que se quede en palabras. (continúa)

Fuente: Benedicto XVI, El camino de la vida. Homilías en el año litúrgico. Barcelona, 2019  

No hay comentarios: