Jesús
ha muerto.
Amortajado
deprisa y corriendo, su cuerpo yace en el sepulcro. Los discípulos se han
dispersado, presas del miedo, de la incomprensión y de la pena. El Maestro, a
quien todos creían el Mesías, ha muerto de la forma más ignominiosa posible.
Como un malhechor. Como lo más bajo y más ruin.
Sus
sueños de gloria se han roto en mil pedazos. Solos, o en grupos de dos o tres,
se esconden en la ciudad a esperar que pase el sábado. Y a pensar qué hacer
ahora. Son conocidos como seguidores de Jesús, el fracasado. El traidor a Roma,
el blasfemo.
Juan
se ha llevado a María a la casa dónde se alojan sus padres. No tiene otro sitio
a dónde ir. Es aún muy joven, casi un niño. Salomé recibe a María con un abrazo
lloroso, pero en seguida se sobrepone, y empieza a organizar y dar
órdenes.
Es
ya tarde y al día siguiente es la fiesta, así que manda a Juan y a Santiago,
que acaba de aparecer, a conseguir comida. El resto de las mujeres, que han
venido con Salomé antes de que llegara Juan, están preparando mesas y sitios
para dormir.
María
se sienta en un rincón, serena, aunque con el rostro marcado por el dolor y con
rastros de lágrimas surcando sus mejillas. Salomé trae una jofaina para que se
lave la cara, y una toalla. María, a pesar del sufrimiento de la jornada, le
sonríe con cariño, se lava la cara y se acerca a hablarle en voz baja.
—Debemos
cuidar de los hombres un par de días. Hasta que... Bueno, hasta que se calmen
un poco las cosas. El día ha sido terrible para ellos. Están decepcionados,
asustados, tristes, solos. Necesitan alguien en quien apoyarse. Tú eres fuerte,
sabes qué hacer en momentos difíciles. Tienes que tomar las riendas por el
momento. Luego... Ya veremos. Creo que sería bueno mandar a algunos chiquillos
a buscar a los apóstoles. Si conseguimos reunirlos aquí, será bueno para ellos.
Mañana no pueden caminar, así que tendrán tiempo de tranquilizarse. Y el
domingo..., el domingo...
No
puede seguir. Salomé la abraza, mientras las lágrimas ruedan por su cara, ruda
y curtida por el viento.
—No
te preocupes, María. Cuidaremos de nuestros chicos. Y tú tienes que quedarte
con nosotros. Ya oíste a Jesús.
Su
voz se quiebra al pronunciar el nombre de Jesús y ahora es María la que la
abraza a ella, diciendo:
—Shhhh... Ya pasó... Ya verás como todo termina
bien...
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