El
amor es el don gratuito
por excelencia. Se puede agradecer cualquier regalo, pero nada es tan
apropiado como dar las gracias por el amor recibido. De ahí que
revivir
durante unos días el camino a través del cual Dios nos manifestó
su amor genera en cualquier persona el agradecimiento.
La
oración nos ayuda a darnos cuenta de lo mucho que el Señor ha hecho
y sigue haciendo por nosotros.
Si
palpamos ese amor, llega un momento en el que siempre nos parece poco
todo lo que hacemos por el Señor. En ese momento queremos ante todo
corresponder al amor con amor. ¡Qué bien lo expresa este famoso
soneto o anónimo del siglo XVI:
No
me mueve, mi Dios, para quererte
el
cielo que me tienes prometido;
ni
me mueve el infierno tan temido
para
dejar por eso ofenderte.
Tú
me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado
en una cruz y escarnecido;
muéveme
ver tu cuerpo tan herido
muévenme
tus afrentas y tu muerte.
Muéveme,
en fin, tu amor, y en tal manera,
que
aunque no hubiera cielo yo te amara
y
aunque no hubiera infierno te temiera.
No
me tienes que dar porque te quiera;
pues
aunque lo que espero no esperara,
lo
mismo que te quiero que quisiera.
A
lo largo de esta semana meditaremos una por una las etapas de la
pasión del Señor. Él nos ha creado a cada uno y redimido a todos
por igual. Podríamos hacer todo un elenco de los dones que se
derivan de esas dos realidades: de él recibimos la vida, el alma, la
inteligencia y la libertad; la revelación y la fe; la Iglesia. La
lista de los dones de la gracia sería interminable: la efusión del
Espíritu Santo y su presencia en nuestra alma, la filiación divina
y la perspectiva de salvación eterna, los sacramentos, el perdón de
los pecados y la curación de nuestro egoísmo, la presencia
silenciosa pero real en cada sagrario, la posibilidad de presenciar y
participar en la obra redentora cada vez que asistimos a la Santa
Misa, la comunión eucarística, la misericordia…, el último
regalo de Jesús, en la Cruz, fue su Madre.
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