A esta hora (las 20 horas), la Sede de Roma ha quedado vacante.
El 19 de abril de 2005.
Aquel
día en el Seminario Menor se mezclaba la expectativa sobre quién sería el nuevo
Papa y en qué momento saldría la famosísima “fumata bianca” anunciando que ya
había uno (sigo pensando que en la mente de los niños esto de las fumatas son como señales de humo de peli
de indios o algo tan atractivo como legalmente perseguido de las fumatas a
escondidas). El caso es que habíamos organizado un maratón de estudio y de
oración hasta que fuese elegido el nuevo Papa. Acontecimiento que sucedió
después de las clases de la tarde anunciándonos que la Iglesia ya tenía un nuevo
Pedro.
Al mismo tiempo un sentimiento de pena nos inundaba
porque D. Manuel, un viejo lobo de mar había terminado aquella mañana la
travesía en su propia barca que durante tantos años había sido la que nosotros
pilotábamos tímidamente por aquel entonces: el Seminario Menor.
El Papa de mi infancia, juventud, Seminario Mayor y de
mis dos primeros años de cura había sido siempre Juan Pablo II. Ahora mismo me
mira desde una foto que tengo aquí, en esta habitación. Enseguida entendí que
uno de los suyos había sido llamado a sucederle y la lectura de varias obras
del hasta entonces cardenal Ratzinger que ya había hecho tiempo atrás me hicieron
sentirme cerca de él desde que se asomó al balcón con camisa negra bajo la
sotana blanca. Así le cogieron, no estaba preparado, no se preparó, no intentó
ser nadie más que él mismo. He aquí lo que más me cautiva de él.
Sus palabras: “los señores cardenales me han elegido a
mí, un simple y humilde trabajador en la viña del Señor…”. Y vaya si lo era. Y
vaya si lo ha sido.
Con cariño, el Rector y los formadores reunimos a los seminaristas en la Capilla para ofrecer
la Misa por el nuevo Papa. El Rector solía presidir la misa todos los jueves;
nunca le agradecí lo suficiente que aquel jueves me dijese: “preside tú, por
favor”. A los pocos minutos de que él nuevo Papa, Benedicto XVI diese su
primera bendición en el Vaticano nosotros ofrecimos la Eucaristía por él.
Catorce días más tarde fuimos a Roma y en su segunda
Audiencia General nos saludó incluso personalmente. Luego Valencia, Santiago y
Barcelona, Madrid…y en ocho años no ha parado.
Quiero compartir con todos los lectores asiduos de
este blog este texto que sigue de mi amigo don Enrique que publica en:
No
es un jefe de Estado que abdica en un sucesor ni un presidente de gobierno al
que hayan vencido en las urnas. Cuando tomó posesión de su carga (he escrito
“carga”, sí) él pensaba que permanecería al frente de la Iglesia el resto de su
vida. Sabía que debía ser el padre común de millones de personas, y comprendió
que esa paternidad era real; la recibía como un don de Dios, una gracia del
cielo que le ensanchaba el corazón para que todos los cristianos cupiesen en
él.
Ha
ejercido su ministerio abnegadamente. Se ha entregado a todos y nos ha ganado
con su sonrisa humilde y un tanto tímida, su magisterio lúcido y claro, su
generosidad en el afecto y su fortaleza en el gobierno de la Iglesia. Tuvo que relevar
a un santo que nos dejó huérfanos con su muerte; pero consiguió que no lo
echáramos de menos. El corazón de aquel gran Papa seguía latiendo en el pecho
de su sucesor.
Ahora
“renuncia” a su ministerio; se va. Cuando conocimos la noticia muchos pensamos
que los padres no dimiten jamás, y quizá nos sentimos un poco defraudados. Lo
reconozco; esa fue mi primera reacción.
Hoy,
al pensar en el queridísimo Benedicto XVI, me lo imagino recogiendo sus cosas
personales, haciendo la maleta para un viaje sin retorno. Tal vez se asome a la
ventana, procurando no ser visto, para contemplar por última vez la plaza de
San Pedro. Quizá ya no reprima las lágrimas.
Algo se muere en el alma cuando un amigo
se va. Se
lo cantamos tantas veces a Juan Pablo II, y rematábamos la copla con aquel no te vayas todavía, no te vayas por favor…
“Sede
vacante”. ¿Se quedará vacante también su corazón de padre?
No. Los dones de Dios
son irrevocables. Es cierto que algo
se muere en mi alma con la marcha del amigo; pero en el pequeño convento
de clausura donde vivirá el Papa, caben millones de corazones, el mío también.
Benedicto XVI no ha renunciado a ser padre.
Os dejo las que han sido las ultimísimas palabras en
la última Audiencia General que tuvo lugar ayer en Roma:
»¡Queridos amigos! Dios guía a su
Iglesia, la levanta siempre también y sobre todo en los momentos difíciles. No
perdamos nunca esta visión de fe, que es la única y verdadera visión del camino
de la Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de
vosotros, esté siempre la alegre certeza de que el Señor está a nuestro lado,
no nos abandona, es cercano y nos rodea con su amor. ¡Gracias!».
Gracias,
Santo Padre. Vuestra palabra sobre Dios, esa que habéis hecho resonar bajo el
cielo de Europa, seguirá haciéndolo dónde quiera que vayáis. ¡Ah! Y..., como me decían antes cuando sustituía a algún sacerdote enfermo¡Gracias por nos vir!