jueves, 17 de junio de 2010

Fuego de Dios, noche de San Juan


Para muchos de nosotros, herederos de un cristianismo vinculado a las tradiciones populares y a la herencia religiosa de la humanidad la fiesta de San Juan está vinculada al fuego y al agua: al fuego del sol ardiente (del día más largo de verano), al agua del nuevo nacimiento (del bautismo). La noche de San Juan ha sido y sigue siendo el tiempo del fuego. A la llama del Dios Fuego se “cogía el trébole la noche de San Juan”, se purificaban los campos y, en el fondo, se evocaba el paso de la vida. Todo se quema, todo arde, para que todo pueda nacer. Todo ardía, porque todo es fuego en el Dios donde todo nace y todo se consume y consuma.

El fuego está ligado a lo divino como fuerza creadora y destructora. La misma revelación de Dios, que transciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19. 18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 2) y en la nube luminosa (Ex 13, 21-22: Num 14, 14). El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1, 4.13.27 y Dan 7, 10 y, lógicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas del Mar Muerto (Gen 19, 24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24). Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios proviene el fuego que devora a los rebeldes (Lev 10, 2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Num 11, 1-3).

Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente: «Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta. Éste es un fuego paradójico: es zarza llameante que arde sin consumirse. Esto es Dios: llama constante, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, consumidos por el desierto o aniquilados por la montaña de los grandes pueblos de este mundo. Pues bien, en esa pobre zarza se desvela Dios, como vida en aquello que es más débil, más frágil.

Conforme a lo anterior, la función del fuego es doble: puede concebirse como fuerza destructora que aniquila (llama permanente que castiga). Pero también, en otra línea, el fuego puede venir a presentarse como la más honda “esencia de Dios”, que es fuego purificador, destructor y creador. Nadie ha profundizado en el tema del fuego de Dios como San Juan de la Cruz, en su obra “LLAMA DE AMOR VIVA”. Ellos mismos (Dios y el hombre/mujer que le aman) son luz, ellos son llama: se van consumiendo uno en otro y de esa forma se consuman. La más honda realidad de Dios se vuelve fuego: los restantes símbolos quedan trascendidos y asumidos de algún modo en este fuego-luz, en la noche serena, que es hogar de respiración dialogal, llama de vida que existe al darse y se consuma al consumirse sin fin. Porque, habiendo llegado al fuego, está el alma en tan conforme y suave amor con Dios, que, con ser Dios, como Dice Moisés, fuego consumidor, ya no lo sea, sino consumador.

El fuego de este mundo consume y da pena, duele. El fuego del cielo consuma sin consumir ni consumirse: es fuego de luz, vida amorosa que se expande, sin perder fuerza ni perderse. En ese contexto la vida eterna es llama de luz en la noche internamente iluminada, canto de existencia superior, himno de Pascua, vida que triunfa y existe por la muerte. En este contexto, recogiendo de un modo unitario las ideas de esta estrofa, podemos citar unos pasajes de “Llama de Amor Viva”, donde de San Juan de la Cruz ha evocado la culminación de su experiencia amorosa. El texto de Llama evoca y despliega de un modo consecuente la misma experiencia, al entender la realidad como regalo de bondad, que Dios ofrece al hombre y que el hombre regala nuevamente a Dios, en comunión de amantes: un Dios que es Fuego de Amor. En esa línea de fuego queremos recordar esta noche al profeta Juan el Bautista, en su noche santa, la noche de San Juan.

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