domingo, 18 de mayo de 2014

La identidad cristiana y la evangelización


La primera exhortación apostólica del papa Francisco tiene el significativo título de La alegría del evangelio. El cristianismo, sobre todo en nuestras regiones que llevan siglos evangelizadas, corre el riesgo de caer en una rutina que impida o dificulte la percepción de que el evangelio de Jesús es de verdad una buena noticia.
Sin temor a arriesgarse, se puede afirmar que la gran mayoría de los que se profesan católicos en nuestra diócesis no han llegado a la fe cristiana a través de un proceso de conversión radical, sino que han sido educados en dicha fe, con mayor o menor profundidad, en el marco de una sociedad donde la religión era algo que se daba por descontado. Eso no tiene por qué ser malo en sí mismo, pero en no pocas ocasiones puede dificultar el descubrimiento del Evangelio como una buena noticia. A la Iglesia se le presenta, hoy quizá como pocas veces en la historia, el reto de iniciar en la fe a los que ya fueron sacramentalmente iniciados, pero poco o casi nada instruidos en el misterio del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Y, para ello, es urgente recuperar el sentido del don gratuito. A veces nuestra voz puede parecer demasiado ‘moralizante’, casi como si olvidásemos que sólo desde la vida nueva que brota del Espíritu tienen sentido las exigencias de la moral cristiana (Julián Barrio Barrio, Carta
Pastoral en el Año de la Fe 2012-2013, 22).
Sería una lástima reducir el cristianismo a una moralina y a un ceremonial, dejando de lado el mensaje alegre del evangelio: el poder del amor y de la vida sobre el odio y la muerte; la cercanía del Dios Padre que hace de todos nosotros hermanos; la posibilidad de vivir una vida reconciliada, sabiendo que ninguna culpa es más fuerte que el perdón; la invitación a compartir todos el mismo pan en la mesa de la fraternidad. Ojalá nunca se pueda aplicar a los cristianos el reproche que lanzaba Nietzsche: “Mejores canciones tendrían que cantarme para que yo aprendiese a creer en su redentor: ¡más redimidos tendrían que parecerme los discípulos de ese redentor!”
Por eso, antes de examinar los ámbitos y modos de evangelización, es preciso recordar que el cristiano y la Iglesia han de estar siempre en un proceso de autoevangelización, esto es, de renovar en sí mismos la alegría de la buena nueva. Mal negocio ir a vender lo que no se tiene. Mala evangelización la que está privada de alegría. Ya podemos elaborar pedagogías y planes pastorales, que si nos falta la alegría del evangelio, sólo habremos construido hermosos acueductos privados de agua. La evangelización no es proselitismo. El proselitismo busca hacer adeptos en beneficio del propio grupo. La evangelización busca ante todo el bien de las personas a las que se dirige. Antes de llevar los hombres a la Iglesia, llevar la Iglesia a los hombres. La alegría es un tesoro que no disminuye al compartirlo, sino que crece; y ésa es la misión evangelizadora de la Iglesia: transmitir su alegría para que la alegría crezca.
La alegría cristiana no es el egoísmo indiferente a las necesidades ajenas ni el optimismo idiotizado de quien cierra los ojos ante los sufrimientos propios y ajenos. Es más bien la seguridad desde Cristo de que el pecado no tiene ni la primera ni la última palabra; de que Dios es sorpresa y liberación; de que es posible, en definitiva, esperar contra toda esperanza. Por eso, el cristiano no puede adoptar una postura derrotista ante la vida y la sociedad. Es necesario renunciar al victimismo que sólo se fija en la hostilidad de algunos y fijar nuestra mirada más bien en las muchedumbres que, como ovejas sin pastor, necesitan el pan y la palabra, la justicia y el consuelo.
En este proceso “la espiritualidad no es un complemento a la moral, como si fuese un añadido extraordinario para unos pocos escogidos. La espiritualidad no es el complemento de la moral, sino su verdadera raíz. El que es en Cristo no es, en primer lugar, mejor persona, sino que es una ‘nueva creación’ (cf. 2Cor 5, 17; Gal 6, 15). Y, al igual que nadie puede darse a sí mismo la vida natural, tampoco esa nueva vida en Cristo surge de nosotros, aunque sí en nosotros, pues es la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones. La oración, así, es también fruto del Espíritu que clama dentro de nosotros, para que, hijos en el Hijo, podamos dirigirnos al Padre común gritando: ‘¡Abbá!’. En la oración se alimenta y consolida el sentido de la filiación, que es, en cierto modo, lo que estructura nuestra fe” (Julián Barrio Barrio, Carta Pastoral en el Año de la Fe 2012-2013, 23).
 
Para la reflexión personal y familiar:
 
1) ¿De qué modos experimentamos el evangelio como buena noticia concreta para nuestras vidas?
2) ¿Qué cambiaría, si es que cambiaría algo, en nuestras vidas si no fuésemos cristianos?
3) ¿Cómo podemos promocionar una visión más evangélica del cristianismo, más allá de nuestras rutinas?
4) ¿Cómo pueden la predicación, la catequesis y otros modos de anunciar a Cristo transmitir mejor la fascinación del mensaje cristiano?
5) ¿Ves factible hoy en día una verdadera espiritualidad cristiana, que cultive una oración viva vinculada a la existencia real? ¿De qué manera?
 
Se ruega que quienes deseen aportar su propia reflexión por escrito a las fichas de los trabajos de los grupos sinodales que se irán publicando en este blog las redacte y se las entregue al Párroco o:
 
Por correo electrónico a:
 
Por correo postal a:
Parroquia de Ortoño
Apartado de Correos, 9
15220-Bertamiráns (Ortoño).

No hay comentarios: