La primera
exhortación apostólica del papa Francisco tiene el significativo título de La
alegría del evangelio. El cristianismo, sobre todo en nuestras regiones que
llevan siglos evangelizadas, corre el riesgo de caer en una rutina que impida o
dificulte la percepción de que el evangelio de Jesús es de verdad una buena
noticia.
Sin temor a
arriesgarse, se puede afirmar que la gran mayoría de los que se profesan
católicos en nuestra diócesis no han llegado a la fe cristiana a través de un
proceso de conversión radical, sino que han sido educados en dicha fe, con
mayor o menor profundidad, en el marco de una sociedad donde la religión era
algo que se daba por descontado. Eso no tiene por qué ser malo en sí mismo, pero
en no pocas ocasiones puede dificultar el descubrimiento del Evangelio como una
buena noticia. A la Iglesia se le presenta, hoy quizá como pocas veces en la
historia, el reto de iniciar en la fe a los que ya fueron sacramentalmente
iniciados, pero poco o casi nada instruidos en el misterio del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús. Y, para ello, es urgente recuperar el sentido del
don gratuito. A veces nuestra voz puede parecer demasiado ‘moralizante’, casi
como si olvidásemos que sólo desde la vida nueva que brota del Espíritu tienen
sentido las exigencias de la moral cristiana (Julián Barrio Barrio, Carta
Pastoral en el Año de
la Fe 2012-2013, 22).
Sería una lástima
reducir el cristianismo a una moralina y a un ceremonial, dejando de lado el mensaje
alegre del evangelio: el poder del amor y de la vida sobre el odio y la muerte;
la cercanía del Dios Padre que hace de todos nosotros hermanos; la posibilidad
de vivir una vida reconciliada, sabiendo que ninguna culpa es más fuerte que el
perdón; la invitación a compartir todos el mismo pan en la mesa de la
fraternidad. Ojalá nunca se pueda aplicar a los cristianos el reproche que
lanzaba Nietzsche: “Mejores canciones tendrían que cantarme para que yo
aprendiese a creer en su redentor: ¡más redimidos tendrían que parecerme los
discípulos de ese redentor!”
Por eso, antes de examinar los ámbitos y modos de evangelización, es
preciso recordar que el cristiano y la Iglesia han de estar siempre en un
proceso de autoevangelización, esto es, de renovar en sí mismos la alegría de
la buena nueva. Mal negocio ir a vender lo que no se tiene. Mala evangelización
la que está privada de alegría. Ya podemos elaborar pedagogías y planes
pastorales, que si nos falta la alegría del evangelio, sólo habremos construido
hermosos acueductos privados de agua. La evangelización no es proselitismo. El
proselitismo busca hacer adeptos en beneficio del propio grupo. La
evangelización busca ante todo el bien de las personas a las que se dirige.
Antes de llevar los hombres a la Iglesia, llevar la Iglesia a los hombres. La
alegría es un tesoro que no disminuye al compartirlo, sino que crece; y ésa es
la misión evangelizadora de la Iglesia: transmitir su alegría para que la
alegría crezca.
La alegría cristiana
no es el egoísmo indiferente a las necesidades ajenas ni el optimismo
idiotizado de quien cierra los ojos ante los sufrimientos propios y ajenos. Es
más bien la seguridad desde Cristo de que el pecado no tiene ni la primera ni
la última palabra; de que Dios es sorpresa y liberación; de que es posible, en
definitiva, esperar contra toda esperanza. Por eso, el cristiano no puede
adoptar una postura derrotista ante la vida y la sociedad. Es necesario
renunciar al victimismo que sólo se fija en la hostilidad de algunos y fijar
nuestra mirada más bien en las muchedumbres que, como ovejas sin pastor,
necesitan el pan y la palabra, la justicia y el consuelo.
En este proceso “la
espiritualidad no es un complemento a la moral, como si fuese un añadido
extraordinario para unos pocos escogidos. La espiritualidad no es el
complemento de la moral, sino su verdadera raíz. El que es en Cristo no es, en
primer lugar, mejor persona, sino que es una ‘nueva creación’ (cf. 2Cor 5, 17;
Gal 6, 15). Y, al igual que nadie puede darse a sí mismo la vida natural,
tampoco esa nueva vida en Cristo surge de nosotros, aunque sí en nosotros, pues
es la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones. La
oración, así, es también fruto del Espíritu que clama dentro de nosotros, para
que, hijos en el Hijo, podamos dirigirnos al Padre común gritando: ‘¡Abbá!’. En
la oración se alimenta y consolida el sentido de la filiación, que es, en
cierto modo, lo que estructura nuestra fe” (Julián Barrio Barrio, Carta
Pastoral en el Año de la Fe 2012-2013, 23).
Para la reflexión
personal y familiar:
1) ¿De qué modos experimentamos el evangelio como
buena noticia concreta para nuestras vidas?
2) ¿Qué cambiaría, si es que cambiaría algo, en
nuestras vidas si no fuésemos cristianos?
3) ¿Cómo podemos promocionar una visión más evangélica
del cristianismo, más allá de nuestras rutinas?
4) ¿Cómo pueden la predicación, la catequesis y otros
modos de anunciar a Cristo transmitir mejor la fascinación del mensaje
cristiano?
5) ¿Ves factible hoy
en día una verdadera espiritualidad cristiana, que cultive una oración viva
vinculada a la existencia real? ¿De qué manera?
Se ruega que quienes deseen aportar su
propia reflexión por escrito a las fichas de los trabajos de los grupos sinodales que se
irán publicando en este blog las redacte y se las entregue al Párroco o:
Por correo electrónico a:
parroquiadeortono@gmail.com
o bien,
Por correo postal a:
Parroquia de Ortoño
Apartado de Correos, 9
15220-Bertamiráns (Ortoño).
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