viernes, 21 de agosto de 2015

La Iglesia es de todos

 
Me he encontrado con este artículo del sacerdote y periodista -corresponsal de Antena 3 Tv-, Antonio Pelayo que me ha gustado especialmente. Aquí os lo dejo por si queréis pasar un ratito con una agradable lectura sobre un tema recurrente en las conversaciones.
 
 
Estoy convencido de que uno de los prejuicios más anquilosados en la mente colectiva de muchos españoles es que los curas somos unos peseteros y que la Iglesia aprovecha todos los resortes a su alcance para medrar económicamente y sumar enorme capitales.
La labor que todos los años lleva a cabo la campaña Xtantos no es solo animar a los españoles –católicos o no– a poner la crucecita en el apartado reservado a la Iglesia en su Declaración de la Renta sino también, y yo diría que sobre todo, a disipar malentendidos y viejos resabios anticlericales.
El objeto de este artículo que usted me hace el honor de leer es difundir ni más ni menos que un sentido de corresponsabilidad eclesial; expresión que traducida a palabras que todos entienden significa que la Iglesia es de todos y está con todos y al servicio de todos. No es del papa, ni de los obispos, ni de los curas o monjas; es de todos sin límites porque, como no se cansa de repetir el papa Francisco, la Iglesia no es una aduana, sino una casa abierta a todos. Así lo fue en los comienzos (¡qué hermoso el pasaje de los Hechos de los Apóstoles cuando escribe que todos los fieles ponían sus bienes en común!) y así, a pesar de períodos más o menos tenebrosos de su historia, ha llegado hasta nuestros días redescubriéndose a si misma gracias al Vaticano II como «pueblo de Dios».
 
 
Algunos pensarán que estoy haciendo un llamamiento a favor de todas las instituciones asistenciales de la Iglesia. No lo creo necesario porque a la vista de todos aparece que, en esta hora de tanta zozobra económica para millones de hogares españoles, Cáritas y otras muchas iniciativas de parecido signo y misión son una puerta a la que acuden cada día los menesterosos, los parados, los enfermos sin cobertura, los mendigos, los hambrientos -¡sí, los hambrientos que son cada día más numerosos!- los que no encuentran una mano solidaria, una sonrisa acogedora, un consuelo, un techo que le acoja, unas mantas o ropa para protegerse del frío y, desde luego, una oración. Todo eso que hace la Iglesia en el terreno de la caridad y de la asistencia es evidente y lo va a seguir haciendo porque en ello le va ser fiel a su misión y al mandato de Jesucristo.
Pero hay otros aspectos y campos de la acción de la Iglesia que son menos aparentes y que hay que destacar porque también para tener una eficaz presencia en ellos son necesarios los medios económicos. La educación por ejemplo. ¿No me irá usted a pedir dinero para financiar los colegios para ricos que regentan algunas órdenes religiosas? Adivino la objeción y me gustaría disponer de espacio para respon-der con cifras a esa grave acusación a veces tan desprovista de fundamento. No, hablo de la educación en sentido más general, de esa transmisión de valores sin la que las sociedades se desintegrarían como montañas de sal sacudidas por las aguas. Me refiero a esa “ciudadanía” que tiene que presidir la vida de las personas que forman parte de una nación desde sus más altos dirigentes al último contribuyente.
Ya sé que la Iglesia no tiene en este terreno el monopolio ni lo pretende porque también desde la laicidad se pueden transmitir ideas y modelos de comportamiento ejemplares. Sería, sin embargo, injusto negarle que también en ese terreno ella desempeña un papel muy importante. ¿No tiene la Iglesia una doctrina social cuya aplicación sería tan útil para nuestra sociedad tan desvertebrada en este y otros sectores o entregada a populismos irresponsables? ¿No han nacido en esas organizaciones exigencias de justicia, de honestidad, de solidaridad, de sobriedad?
Pues bien esas instituciones –me refiero a las católicas– no viven del aire y necesitan un sustento económico que todos podemos aportarles con nuestra decisión de marcar con la cruz la casilla correspondiente. Podría ampliar estas reflexiones a otras esferas de la actividad de la Iglesia que son benéficas para el conjunto de la sociedad como, por ejemplo, la conservación del patrimonio artístico cuyo peso no puede caer solo exclusivamente sobre sus hombros; ya hace mucho y en innumerables ocasiones calladamente, sin alardes propagandísticos, sin ponerse las lentejuelas para salir a escena. Pero prefiero limitarme a esos casos ya expuestos.
Pero no quiero cerrar estas líneas sin romper una lanza en favor de mis compañeros en el sacerdocio. Ninguno de ellos es tan ignorante como para pretender que su trabajo tiene un precio o unos aranceles, muchos de ellos se entregan hasta la extenuación –dentro y fuera de nuestras fronteras- para cumplir con su misión sin dar mayor importancia a los dineros. No son ángeles ni lo pretenden; muchos de ellos, me consta, o han renunciado a su estipendio o lo distribuyen abundantemente entre los más necesitados.
Creo que ellos merecen por lo menos el reconocimiento a tanta generosidad con un signo que conocen y experimentan en sus vidas cada día: la cruz.
Antonio Pelayo. Periodista

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